Cartas y retos

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Nuestra vida en la frontera estaba mejorando. Habíamos organizado algo así como una familia, numerosa, pero familia al fin. Eran frecuentes las discusiones por el uso de los baños y las porciones de comida, aunque era posible acostumbrarse, incluso eran raros los días en los que no se escuchan maldiciones por cualquiera de los temas. También solíamos rotarnos los equipos de trabajo. Por ahora, había logrado mantenerme al margen de las partidas de caza, sin embargo, era muy consciente de que pronto debería participar en alguna. Era una habilidad crucial si iba a vivir en la frontera. Aunque eso no significaba que me agradara en lo absoluto.

Continuábamos sin recuperar nuestras armas, algo que, en esta tercera semana de estadía, era un asunto preocupante. Nos empezábamos a adaptar al ritmo de las mujeres del ejército, algo que parecía enorgullecer y conflictuar a Eneth en partes iguales. Habíamos aprendido que aquello, era una mala combinación y que siempre encontraría la manera de alterar nuestra paz.

Por suerte, seguían sin encontrarnos, lo que nos había dado tiempo de realizar algunas reparaciones en la cabaña. Habíamos sellado las rendijas con argamasa y paja y habíamos reparado la chimenea. Ahora teníamos una fuente de calor durante las noches. Habíamos reparado también unas cortinas viejas, así, podíamos ocultar el reflejo de la luz.

Tal vez el frío las mantenía a raya, por supuesto, era una posibilidad muy lejana, porque bien podían descubrirnos en algún patrullaje matutino. La opción que más pavor nos causaba era que estuvieran preparando una invasión mayor. Por esa razón nos habíamos abocado a preparar arcos y flechas con punta de madera y de piedra. Eran necesarias para la caza y la defensa.

Por supuesto, ellas no eran el único enemigo en el lugar y debíamos estar preparadas en caso de un ataque.

Acudir a entrenar implicaba una caminata de 20 minutos, durante ese tiempo disfrutábamos del paisaje prístino y la calma antes de la tormenta.

Aquel día el entrenamiento había sido brutal, como los de los últimos cinco días. Por alguna razón, Eneth había decidido encariñarse conmigo y eso no era bueno. Si deseabas mantenerte en una pieza no debías llamar la atención de la comandante. Por algo era la figura de autoridad. Sus movimientos eran veloces y calculados, atravesaba mi defensa sin dificultad y no limitaba su fuerza como las otras guerreras. En lugar de dar un golpe leve con su espada de madera (su arma favorita para hoy) permitía que toda la fuerza del mandoble impactara mi cuerpo.

Un golpe especialmente fuerte impactó contra mi muslo llevándome a caer de rodillas sobre la nieve. Sentía mis músculos protestar ante el abuso, no me dio tiempo a recuperarme, logré bloquear su patada con mi escudo, solo para caer con tanta fuerza que quedé desprotegida. No perdió el tiempo en patear mi espada fuera de mi mano y apoyar su otro pie en mi antebrazo izquierdo, lo que evitó que pudiera alzar el escudo. Sus ojos oscuros brillaban por la victoria, alzó su espada sobre mí y temí por mi vida.

Logré bloquear el impacto con el antebrazo. Por suerte, la armadura había resistido, mis huesos, temí, no tanto. Las lágrimas inundaron mis ojos ante la oleada de dolor que se expandía desde el lugar del ataque. Podía sentir cómo la piel se inflamaba y presionaba contra el relleno interno de la armadura.

—¿Vas a llorar? —dijo con sorna y en un tono tan alto como para que las parejas a nuestro alrededor dejaran de combatir.

Estaba avergonzándome y no le importaba hacerlo. Sentí mis mejillas calentarse y forcé mis ojos a tragarse las lágrimas.

—No —gruñí. Aproveché que mis piernas estaban libres para patear su espalda, lo que provocó que perdiera el equilibrio y cayera en algún lugar por encima de mi cabeza. Antes de que pudiera recuperarse me puse en pie.

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