Dos años después

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Corrí entre las mugrosas calles de Luthier. Echaba en falta las limpias veredas de Calixtho cada vez que mis botas chapoteaban entre los pozos de agua desbordantes de desechos humanos y otras sustancias igual de repugnantes.

Mi desgastada capa de piel negra aleteaba a mi espalda y los nudos del antifaz que ocultaba mi identidad me acariciaban la nuca. En otra ocasión, la soledad y la oscuridad serían insoportables para mí. Justo ahora ya no era esa Kay. Ahora la oscuridad era mi manto y mi refugio.

Contuve una sonrisa, todo estaba dispuesto en el palacio. Karina, la nueva esposa de Cian había armado a las esclavas y cocineras de confianza, les había dado las indicaciones pertinentes y solo esperarían nuestra señal.

Luthier empezaría su caída justo a la medianoche y yo estaría más cerca de casa. No había dejado de pensar ni por un segundo en Senka. No podía escribirle, el riesgo de que nuestras cartas fueran interceptadas era demasiado. Me contentaba con enviarle cortos mensajes con las espías que nos visitaban algunas semanas. Aún recordaba el primer mensaje que recibí de ella, había sido como una patada al pecho y la espía estaba tan apenada que incluso se había negado a repetirlo para mí.

«Me has traicionado».

Aquellas tres palabras era todo lo que había recibido de Senka durante dos años.

Comprendía su dolor y las implicaciones de aquella acusación, sin embargo, eso no evitaba que en mis momentos de mayor debilidad me sintiera resentida contra ella. Siendo sinceros, estaba arriesgando mi vida por ella, su reino y sus sobrinos. Si no iba a perdonarme, bien podía al menos agradecer.

Había enviado un último mensaje hacía poco más de seis semanas.

«Atacamos en seis. Mismo día».

Considerando que a la espía le tomaba dos semanas cruzar hacia Calixtho y que Senka y un ejército tardarían entre tres y cuatro semanas en alcanzarnos, estábamos algo cortas de tiempo.

El éxito del golpe final no dependía por completo de la intervención de Senka, pero su ayuda sería bienvenida. Su apoyo reduciría nuestras bajas y nos permitiría controlar la ciudad. La moral estaba tan baja que nadie defendería esta tierra en nombre de un rey mentiroso y oportunista.

Luego de nuestra llegada la situación se había hecho cada vez más difícil. Cian imponía controles cada vez más extremos, las calles se llenaban de cabezas y miembros arrancados de cuajo de los que se atrevían a leer la traducción de los documentos sagrados. Los campesinos eran los que se llevaban la peor parte y por esa razón la comida escaseaba.

Por fin alcancé nuestro escondite en una de las tantas casas aliadas. Cada día nos rotábamos para evitar ser descubiertos.

Subí por el balcón y entré con soltura. La puerta siempre estaba abierta. —Todo listo —informé a Eneth. La aludida asintió, llevaba en la boca un trozo de pan duro, nuestro único alimento en los últimos días.

—Nosotros también estamos listos —informaron los dueños de la casa. Zael y Kel, dos hermanos herederos de un pequeño bar. Eran jóvenes y sus ideas y filosofía estaba en contra de las del rey Cian y las que pretendían hacer perdurar los nobles.

Eneth había tenido que aprender a confiar en los hombres. Muchas veces tenía que pasear de la mano de Nico por las calles, se hacía pasar por su abnegada esposa y repartía informes y órdenes entre los rebeldes.

En cierto punto era divertido sacar de sus casillas a Cian. Alimentar revueltas, planificarlas y liberar prisioneros religiosos eran el pan de cada día. Todo estaba cuidadosamente estudiado para desestabilizarlo, demostrar su incapacidad para gobernar y el alcance de sus mentiras al pueblo. Pocos creían ahora las palabras de un tirano confeso.

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