Capítulo 1

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Inglaterra, inicios siglo XX.

Stuart sonrió cuando el viejo tren se detuvo frente a la desvencijada estación, la potente voz de un encargado gritando el nombre del lugar. El joven hombre se levantó, apresurándose a bajar, recogiendo su hábito de fraile para evitar caerse.

Miró a su alrededor, respirando profundamente el suave aire marino de Colchester, Essex. Detrás de él, tres mujeres vestidas con la túnica que las identificaba como hermanas clarisas. Se giró con una sonrisa afectuosa en su rostro.

- Hermano Pot, ¿está seguro que nos van a venir a buscar? – preguntó una, las manos metidas dentro de las anchas mangas.

- Claro, hermana Agnes, envié el telegrama al padre Collins hace una semana, estoy seguro que solo están atrasados.

- Siempre tan positivo, hermano Pot. – Reprendió Agnes con aire severo, frunciendo el ceño.

- Debemos tener fe de que nos vendrán a buscar. – Un hombre con lentes y bigote se acercó al pequeño grupo, llamando la atención del joven fraile.

- Señor Stuart, su equipaje está en el andén, debe ir a buscarlo.

- Muchas gracias. – Hizo un gesto, el hombre mayor persignándose y murmurando unas palabras rápidamente.

Las monjas evitaron un gemido enfadado, Stuart arrastrando un pequeño baúl detrás de él, caminando para salir a la calle adoquinada, seguro que allí estaba quién los llevaría a su nuevo destino. Y no se equivocaba.

En una carreta con un viejo burro al frente, un hombre llamaba al hermano franciscano.

- ¡Stuart Pot! – Los cuatro se acercaron, mirando al anciano hombre barbado, sus huesudas manos ayudando a aumentar el sonido de su voz.

- Soy yo. – Soltó el fraile, los pequeños ojos arrugados del hombrecillo mirándolo desconfiado. – Un gusto, señor.

- Sí, sí, ya suban, el viaje es largo y el padre Collins no es muy paciente. – Stuart ayudó a subir a las monjas a la pequeña carreta, él mismo acomodándose con las largas piernas colgando por fuera.

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El pueblo pesquero de Wolfshire se observaba sencillo y ordenado a la orilla del mar. Ubicado al norte de Colchester, la gran mayoría de los pobladores provenían de Irlanda y del mismo continente gracias a la inmigración, creando un crisol de culturas que se mezclaban como una buena sopa de puerros, la favorita de Stuart. Cuando era niño acostumbraba correr desde un extremo de la calle principal hasta la plaza llena de abedules y robles con sus amigos Russel y Murdoc, además de ir a la playa a ver los diferentes barcos pesqueros que volvían del mar con peces que, a veces, nadie conocía.

Con cariño recordó la última vez que había estado allí, casi diez años atrás, cuando un muchachito de no más de 16 años, pelo extrañamente azul y ojos completamente negros se subía a un coche tirado por caballos marrones rumbo al monasterio de los hermanos franciscanos en Manchester, decidido a ser un fraile.

Ahora volvía como un sacerdote ordenado, listo para reemplazar al viejo y enfermo padre Collins, su mentor en sus años de juventud.

La carreta se detuvo frente a una vieja iglesia de piedra negra, demasiado bien conocida para el joven quien animó a las monjas a bajar y seguirlo.

Dentro un anciano clérigo se paseaba frente al altar mayor, refunfuñando, observando atento un pequeño reloj de bolsillo.

- ¡Padre Collins! – Gritó el fraile, corriendo por entre los banquillos de madera.

- ¡Stuart! ¡Por fin llegaste, muchachito! – El viejo hombre recibió a su antiguo protegido con los brazos abiertos, Stuart agachándose para ver su rostro lleno de arrugas y la calva de la cual Murdoc siempre se burlaba.

- Sí, soy su reemplazo, debía llegar antes de que usted se muriese, sino, no podría aprovechar su retiro. – Aguantó un gemido, el sacerdote más viejo jalándole una oreja.

- Tanto tiempo y aún eres un insolente, mocoso.

- Pero no se enoje, se pondrá más viejo. – Gritó cuando sintió un pesado pie que pisó uno suyo solo cubierto por una delgada sandalia.

Un ligero ruido se dejó escuchar, los dos hombres volteándose a ver a las monjas que esperaban ser presentadas.

- Padre Collins, ellas son las hermanas que mandaron para ayudar con la escuela. – El mayor asintió. – La hermana Agnes, – la arrugada monja inclinó la cabeza, saludando – la hermana Alessandra – la que parecía mayo de cuarenta años imitó a Agnes – y la más pequeña, la hermana Marie. – una chica de no más de veinte años con brillantes ojos azules hizo una reverencia con una gran y dulce sonrisa. – Tomó los votos poco antes de venir para acá.

- Fantástico, ahora déjenme llevarlos a la casa parroquial para que conozcan sus habitaciones.

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Se quitó la cruz con sumo cuidado, dejándola sobre la estrecha cama, colocándose la sencilla camisa de franela oscura, ajustando los tirantes de sus pantalones a los hombros.

- ¿Qué haces vestido así? – Stuart miró divertido al sacerdote, cubriendo su cabello azul con una boina escocesa.

- Iré a conocer a mi nuevo rebaño.

- Podrías ir con tu hábito, no tienes porqué disfrazarte de payaso.

- Claro, pero se asustarían y no me hablarían con confianza.

- ¿Y les mentirás?

- Por supuesto que no, simplemente omitiré que soy un sacerdote, en verdad quiero conocer a las personas sin que sientan el temor de que las voy a juzgar.

- Entiendo, es una misión encubierto. – El joven asintió. – Pues ve con Dios, mocoso, que cuando regreses, la señora Litchfield tendrá un delicioso pollo rostizado para ti.

- ¿Aún vive esa mujer?

- Hijo mío, moriremos todos antes que ella parta a ver a nuestro creador. – Ambos rieron fuertemente.

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Stuart se sintió como un niño nuevamente mientras sus largas piernas lo guiaban por las calles que aún recordaba, viendo edificios que antes no estaban como una cafetería y una chocolatería, pero claramente todo tenía que cambiar.

Tan distraído estaba que casi se cae al chocar con un cuerpo mucho más bajo que el suyo.

- P-p-perdón. – Tartamudeó, mirando la figura de una chica, sujetándola de los hombros.

- No... no se disculpe, fue mi culpa. – Stuart se estremeció al escuchar su suave voz.

- ¿Qué dice? Yo venía pensando tonterías y no la vi. – Ella levantó la vista, clavándola en el rostro del hombre.

- En verdad, no se preocupe. – Él se quedó sin palabras, sus ojos eran del verde más bonito que había visto en su vida, un poco rasgados, así que supuso que no era del pueblo. – Si puede soltarme, llevo prisa.

- Ah, sí, claro. – Parpadeó repetidas veces, separándose de la chica, quien continuó su camino.

- ¡Pero miren quien está aquí! ¡El buen Stuart Pot! – Una muy reconocible voz rasposa llamó su atención.

- Murdoc. – El hombre verdoso abrazó al más pálido, golpeando fuertemente su espalda.

- ¿Qué maneras son esas de saludar a tu mejor amigo, idiota? ¡Vamos a beber algo y celebrar que estás de vuelta!

- No, Murdoc, yo...- Intentó detener a su amigo, sin embargo él lo agarró de un brazo, arrastrándolo al bar más cercano.

El joven sacerdote no se dio cuenta que la chica con quien había chocado se quedaba parada fuera de una casa, su mirada fija en él.

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