Capítulo 2

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Murdoc sonrió frente al gran tarro de cerveza que una mujer colocaba frente a él, ella haciendo lo mismo con Stuart, sin embargo, el joven de pelo azul ni siquiera se movió.

- Anda, bebe, es gratis. – Animó el hombre verde, dando un trago a su cerveza.

- ¿Gratis?

- Es mi taberna. – Murdoc hizo una mueca graciosa. – El viejo Ferdinand me la dejó cuando se largó a América a vivir con su hija, era mi sueño así que la administro con la ayuda de la buena de Paula. – Le guiñó un ojo, para luego dirigir su mirada hacia la mujer que limpiaba un mesón cercano. – Ahora, bebe.

- No.

- ¿Qué? ¿Por qué?

- Los frailes no beben, Murdoc. – Explicó cansinamente, su amigo abriendo los ojos, pasmado.

- ¿Fraile? ¿Tú? – Stuart asintió, sonriendo levemente. – ¡¿Te volviste un jodido sacerdote?!

- No lo grites, todavía no es necesario que me reconozcan. – Intentó calmar al otro hombre.

- Dime por favor que te acostaste con una mujer antes de hacer esa estupidez.

- No. – Contesto simplemente. – Sentí el llamado de Dios, así que no tuve que probar nada.

- ¿Te estás escuchado? Te volviste un cura sin saber lo que es estar con una mujer, a menos que te gusten las que tienen sorpresa.

- ¿Qué insinúas?

- Que eres un idiota, no hay nada mejor que sentir los muslos suaves de una mujer, sus uñas... en verdad es el mejor de los placeres.

- No me sentí atraído por ninguna cuando era más joven ni en mis tiempos de seminarista, ¿por qué dudar entonces de mi vocación?

- ¡Hermano Pot! – Ambos hombres miraron hacia dónde provenía la vocecilla.

- Hermana Marie, ¿qué sucede? – La muchacha apoyó ambas manos en el respaldo de una silla sin ocupante, respirando pesadamente.

- La... hermana...Agnes... lo busca. – Logró pronunciar, los extraños ojos de Murdoc detallando la única parte de su cuerpo que se podía ver: su rostro.

- Stu ¿no vas a presentarme a tu amiga? – Susurró él, los brillantes ojos azules de la joven monja mirándolo curiosos.

- No hay tiempo. – Respondió levantándose. – Vamos, hermana, que la vieja hermana Agnes me colgará si no llegó rápido, adiós Mudz, otro día podremos hablar.

- Adiós idiota, hasta luego corderito. – Se despidió el verdoso, sin dejar de ver a la mujer vestida con hábito.

______________

- Esto es lo último que esperaba de usted, hermano Pot. – Reprendió la vieja monja. – Salir sin avisarnos y con esas...esas ropas tan ridículas.

- Yo creo que el hermano tiene una explicación para esto. – Defendió Marie.

- Por supuesto. – Ironizó la anciana mujer. – Pasar por encima de la autoridad del párroco es muy explicable, tal vez usted vaya a suceder al padre Collins, pero eso no le da el derecho...

- Yo ya lo sabía. – Interrumpió el padre Collins. – Conozco a este muchacho desde que era un niño y jamás ha sobrepasado la autoridad de nadie, así que, hermana Agnes, guarde silencio y vaya a limpiar el altar mayor.

- Sí, padre. – La monja observo enfadada al más joven, retirándose a hacer lo que le habían ordenado.

- Hermana Marie, ¿puede ir al huerto? Hay una gallina en medio de los guisantes y me gustaría que le llevase un poco de maíz. – La aludida solo sonrió suavemente antes de salir y dejar solos a ambos sacerdotes.

Los dos guardaron silencio unos minutos antes de estallar en carcajadas, el sacerdote de más edad sujetando su barriga.

- No quiero pensar en los pobres niños de la escuela mañana, esa anciana es peor de Litchfield. – Comentó Collins.

- Si las juntamos, tendríamos a la Santa Inquisición de vuelta.

- Creo que deberías ir vestido así a presentarlas. – Soltó malicioso el mayor. – ¡Imagina su cara de espanto!

- ¿Tengo que llevarlas a la escuela?

- Recuerda que está bajo la protección de la orden, es necesario que te y las conozcan.

- Tiene razón. – Asintió Stuart. - ¿Aún está el maestro Oswald?

- No, hace poco llegó una nueva maestra, es una linda chica, me la recomendaron mucho de un colegio en Birmingham.

- ¿Cómo es ella?

- Encantadora, sus padres eran japoneses, pero ella nació aquí. – Explicó. – Posee los ojos verdes más bellos que nuestro creador haya hecho.

- ¿Ojos verdes?

- Sí, es muy dulce, te agradara, hasta cierto punto tú y ella se parecen.

__________

Los niños corrían por las callejuelas hasta la única escuela del pueblo, una añosa edificación de concreto y madera, levantada por los mismos habitantes, seguros de que la educación haría que sus hijos fuesen mejores personas y progresar en la vida.

Una joven se encontraba de pie en la entrada, recibiendo a los chicos de todas las edades, algunos sus propios estudiantes, los chicos mayores de 12 años trabajaban en los talleres a cargo de un maestro especialista, mientras que ella se hacía cargo de los más pequeños.

El sonido de la campana se dejó oír, indicando el comienzo de las clases.

- ¡Señorita Noodle! ¡Señorita Noodle! – Una vocecilla gritó antes que la maestra cerrara la puerta de su salón.

- Unos minutos más, Tom, y te quedas fuera con un castigo. – El niño miró sus viejos zapatos, algo oculto en su espalda. – Pero no tengo ganas de reprender a nadie, así que pasa.

- ¡Gracias! – Se detuvo antes de entrar, tendiéndole una bonita rosa. - ¡Es para usted! – Ella agradeció con una cálida sonrisa, el niño yendo rápido a su asiento.

Unos golpes en la puerta evitaron que pudiese iniciar su clase como era debido, indicándole al estudiante más cercano que abriese.

- Perdón, maestra, pero llegaron las hermanas que ayudaran con los niños en recreo.

- Hágalas pasar señor Higgins, por favor. – El hombre se hizo a un lado, las tres mujeres entrando, seguidas por un joven delgado y alto, vestido con camisa parda y pantalones a cuadros.

La mirada de Noodle se quedó pegada en este último, él girando la cabeza, sus enormes ojos negros conectándose a los de ella, ambos perdiéndose la presentación de las monjas frente a los niños.

- Señorita Noodle. – La mujer apartó la vista, observando a la niña que la llamaba.

- Dime Becky.

- ¿Él es su novio? – Stuart empalideció, Noodle negando con un gesto suave.

- No, pequeña, saben que no tengo novio.

- Dígale a él que sea su novio, es lindo y usted también, tendrán lindos bebés.

- Sara, no digas eso. – Regañó la maestra. – Dejen que nos diga quién es.

- B-b-bueno, yo soy el p-padre Stuart.

- ¿Y quién es la madre? – Bromeó uno de los revoltosos sentados en el fondo. - ¿La señorita Noodle?

- Peter, cállate o te enviaré con Higgins. – El pequeño apretó la boca, guardando silencio.

- N-n-no, yo soy el n-nuevo sacerdote.

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