Capítulo 25

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Podría ser algo diferente, un sentimiento en un millón, pero lo que sentía Kipling era algo demasiado común, una atracción, tal vez igual o más débil de lo que había sentido el padre Pot por Noodle.

Se sonrojó, sacando su ropa de la maleta, feliz de encontrar un por lo menos un techo para cubrir su cabeza.

- ¡Señora Paula! – Gritó entrando en la cocina con una gran sonrisa.

- Creí que había entendido que a Murdoc le desagradan los inquilinos demasiado ruidosos o efusivos.

- Está bien, intentaré controlarme.

- ¿Quiere algo de comer?

- Quisiera que no nos tratáramos con tanta formalidad. – Alcanzó un panecillo, sentándose en una silla que había por ahí.

- Los americanos son extraños.

- Y los ingleses muy fríos, Paula.

- De acuerdo, John, te permitiré tutearme solo para hacer más amena tu estancia.

- Eso suena genial.

- Ahora deja de comerte los panecillos, que son para los clientes.

- Soy un cliente, puedo comer todo lo que se antoje.

- Y luego te sacaré rodando. – Ella rio, contagiando al hombre.

- ¿Te han dicho que tu risa es muy bonita? – Paula enrojeció, John mordiendo su panecillo. – Además tú muy bonita.

- Que cosas dices. – Murmuró avergonzada.

- Es la verdad, te lo deben decir todos los días.

- No, casi nadie me dirige la palabra.

- ¿Por...? – Murdoc los interrumpió, agarrando un trozo de carne frío.

- ¿Qué demonios hacen? – Paula lanzó una carcajada, Kipling mirando al tabernero.

- Pues sólo estábamos hablando, señor Niccals.

- Deberían dejar de hacer eso, si no mal recuerdo, este es el horario en que Paula cocina y usted, Kipling, debería estar donde Russel para comentar los dichosos planos de la estación.

- Lo que usted diga, señor. – Kipling le sonrió como un niño, saliendo de la cocina, Murdoc viéndolo con el ceño fruncido.

- No sé porque lo detesto tanto. – Soltó por lo bajo el tabernero.

- Es un buen hombre.

- No me interesa, me da mala espina, no confío realmente en él.

- Tú jamás confías realmente en alguien. – Repuso ella.

- Te equivocas, pero el único ser que merece confianza de mi parte es un idiota.

- ¿El padre Pot? – Murdoc asintió.

- Preferiría mantener al ingeniero al margen, así que cualquier cosa que quiera aparte de comida y techo se lo negarás.

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Kipling esperó pacientemente fuera de la escuela con un par de flores en la mano, aguardando el termino de las clases con impaciencia, quería ver a la maestra y saludarla.

Un leve carraspeó llamó su atención, volteándose para ver una figura alta y delgada, parecida a un fantasma por lo pálido que su rostro se encontraba.

Alzó un poco la cabeza, los extraños ojos ennegrecidos completamente mirándolo desde varios centímetros más arriba.

- Disculpe ¿Quién es usted? – La voz desafinada y levemente amable de la figura lo sorprendió, quitándole todo aire aterrador.

- John Kipling, ingeniero encargado del ferrocarril que llegara a Wolfshire.

- Si, creo que escuché a Russ mencionar algo de un ingeniero que llegaría. – El hombre alto sonrió, mostrando su falta de dientes delanteros.

- ¿Usted es...?

- Stuart Pot, el nuevo...el nuevo párroco del pueblo. – Titubeó un poco al escuchar la campana y el grito de los niños a salir de clases.

- ¡Padre Pot! ¡Padre Pot! – Una niña regordeta se les acercó corriendo, lanzándose a las piernas del fraile.

- Susan...

- Lo echamos de menos en catequesis, la hermana Alessandra nos gritó y la maestra Noodle parecía molesta. – Otros pequeños se le acercaron, reclamando lo mismo.

Kipling lo observó divertido, los niños viéndose como replicas en miniatura de adultos exigiendo una explicación. Un suave llamado los interrumpió, la joven maestra mirando la escena con el ceño fruncido.

- Las clases terminaron, vayan a su casa.

- Pero maestra, es el padre Stuart, prometió que cantaríamos este domingo y nos falló.

- Discúlpenme, señorita Noodle... – El sacerdote intentó excusarse, pero el rostro severo de la mujer lo cortó.

- Padre Pot, creí que usted había sido muy claro con su decisión de enfocarse en su sacerdocio. – Él asintió, los ojos clavados en el suelo, avergonzado por no aguantar las ganas de verla.

Se hizo a un lado, esperando que pasara delante de él, deseando solo poder oler su perfume.

- Señorita Noodle. – La detuvo Kipling, ofreciéndole las flores que había llevado.

- ¿Señor...?

- John Kipling, aunque puede llamarle simplemente John o Johnny o como usted quiera. – Dijo de modo gracioso, provocando que ella riera.

- Bien, John, gracias por las flores. – Le sonrió cálidamente, Stuart abriendo los ojos enfadado, siendo totalmente ignorado por ella.

- Si me lo permite, ¿puedo acompañarla a su casa?

- Claro. – John lanzó un grito de júbilo, apresurándose a tomar una pose segura, Noodle agarrándole un brazo.

Stuart gruñó, el dolor en el pecho haciéndosele insoportable, los celos devorándolo completamente, viendo a la pareja que se alejaba de él, los niños aun saltando alrededor de su persona.

Sabía que Noodle tenía el derecho de conocer a otro hombre, pero nadie le había advertido al pobre fraile que tan doloroso era observar como ella se iba con otro, aunque ni siquiera fuera en plan romántico.

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Murdoc sonrió, la joven monja gimiendo ante su beso, atrapándole el labio inferior con los dientes antes de separarse.

- Así que ¿Qué te parecen las clases de religión? – Marie pareció aturdida antes de abrazarlo por el cuello.

- Me gustan. – El hombre desplegó una sonrisa peligrosa, mostrándole los dientes.

- Y aun no has probado la mejor parte, corderito. – Deslizó una mano por el hábito, subiendo la falda para tocar la piel de sus piernas sin obstáculo. – Tienes una piel tan suave. – Sopló contra su oído, dándole un mordisco detrás de la oreja, ella siendo invadida por una sensación desconocida y placentera.

- Mudz. – Apretó las manos sobre la camisa blanca, deslizándola hasta los tirantes que se tensaban sobre sus hombros.

- Si continuas, deberás asumir las consecuencias. – Advirtió, ella asintiendo divertida. - ¿Me deseas, angelito?

- Yo...- Fueron interrumpidos por un fuerte golpe en la puerta de entrada, Murdoc decidido a ignorarlo antes de que el toque se multiplicara de manera insistente.

La hermana se alejó, tratando de recobrar la tranquilidad, Murdoc levantándose, jurando matar a quien se le había ocurrido interrumpir lo que más deseaba hacer en ese momento.

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