1. EL HOGAR DE LOS INMORTALES

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El sonido de mis pasos apresaba el silencio.

Todo cuanto me separaba de la verdad se ocultaba en el polvo que dejaba como único residuo a mi espalda. En las partículas de mí que mis pies descalzos legaban a aquella extraña tierra. En la proyección difusa de mi sombra, en medio de la nada.

Se arrastraban sobre el desierto, buscando la salida a una realidad a la que ya no pertenecían. Una perdición asegurada, tan cerca, y a la vez tan lejos.

Tanto como ellos.

Porque nada fue igual, después de ellos.

Ya no creía tener alma.

O quizás ya no sabía que quedaba de ella en mi interior. Todo cuanto sentía latir en mi pecho eran ruinas y odio.

El latido de mi corazón se sentía lento. Lento y fuerte. Cercano a la muerte. Y lejos de todo.

¿Miedo?

Ya no recordaba el miedo.

Tres meses vagando por la dimensionalidad como un paseante sin rumbo dan para mucho.

Tres meses buscando los rastros de una vida que ya no me pertenecía, y todavía me empeñaba en perseguir. La vida que perdí.

Tres meses alimentándome de lo que cazaba. Cambiando pieles de animales por agua potable, y por pistas que me condujesen al último confín del universo, hacia el final del camino bajo las estrellas.

Me hice con una brújula y un mapa del firmamento. Y con una gruesa capa de la piel de un animal al que juro que maté limpiamente, pero que a esas alturas ya no me servía.

En aquel lugar el frío era un fantasma.

Hacía dos semanas que recorría el desierto más inmenso que mis pies hubieran pisado.

El sol me quemaba la piel y el sudor inundaba mis ropas, harapos deshechos tras mis viajes. A mi alrededor solo se movía mi sombra. Mi sombra y ese olor, que ya nunca se marchaba. Porque ella estaba cerca. Porque ella, al fin, iba a apresarme.

Había partido decidido a encontrar lo que quedaba de mi familia. Pero llegado el momento mi rumbo cambió por completo. Y decidí aceptar la verdad.

Aquella verdad que me decía que lo que debía buscar estaba mucho más lejos. Tanto que ningún hombre tuvo nunca conciencia de buscarlo.

Aquello de lo que todos huyen. Aquel lugar que existe y que no existe. Más allá de los límites de la vieja muralla que guardamos los cazadores. Esa que marca el final de un mundo y anuncia la existencia de otro. Esa que impide que ambos mundos se desbaraten.

La palabra que designa al término "cazador" en mi lengua es umnakehli o gadyhen. Para quien lo desconozca, su traducción literal es "guardián", pero se ve que a los humanos les encanta ver una amenaza allí donde ésta no existe. Les fascina hasta el punto de convertirnos en "ángeles exterminadores", algo de lo que no era consciente por aquel entonces, pero que no tardaría en traerme de cabeza.

Así que eso es lo que soy.

Un ángel sin alas en busca de un destino que ya no le salva, porque nunca fue un héroe. Tan solo el hijo de la muerte.

Amé hasta perderlo todo. Esa fue la verdad. La verdad que nadie supo.

Amé hasta arrastrarme al último confín del universo y dejarme caer sobre la arena ante un viejo oasis.

Había caminado durante días y noches para cuando sentí el agua mojar mis pies.

Había creído morir en mil ocasiones hasta que aquel turbio fluido bañó mis piernas, y mi torso, y me cubrió el cuello, bajo las estrellas.

Estaba en medio de la nada, pero ellas nunca mienten.

Las estrellas.

Después de unos instantes en los que sentí que la piedad existía hundí mi rostro bajo la oscura superficie, dejando que mi piel descansara, y en busca de un trago de agua.

Intenté beber, pero la realidad fue otra. El agua me bebió a mí.

Me hundía bajo la superficie, incapaz de mover un músculo más, observando las estrellas bajo el fluido del cristal traslúcido. Una prisión hermosa. Un colchón a mis penas.

Todo se sentía en paz mientras mi respiración se extinguía bajo las aguas y mis ojos se maravillaban con la belleza de un viejo desierto en el último confín del universo, allí donde descansaría para siempre.

Hasta que una mano aferró mi brazo y, como movido por una inexplicable magia que no conocía, emergí de las profundidades hacia la superficie.

Pero ya no estaba en el desierto.

Pero ya no estaba en el desierto

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SLADERS (II). LA LLUVIA DE FUGACESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora