4. REINICIO

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―No vas a llegar, Elías. Necesitas un billete de avión, y estarán de vuelta en cuatro días. Mi consejo es que esperes.

No puedo explicar por qué a ciencia cierta, pero sabía que en esta ocasión Alan se equivocaba.

Sentía una inexplicable necesidad que me impulsaba a dar la cara cuanto antes, a correr en su busca y darles las explicaciones que merecían de una vez por todas. A formar parte de la experiencia que estaban viviendo.

Sonreí, de forma pícara.

Alan rompió a reír.

―Interpreto esa sonrisa como que hay algo en todo este asunto que desconozco, ¿Cierto? ―inquirió, devolviéndome la sonrisa.

―No necesito un billete de avión ―admití, encogiéndome de hombros y alejándome unos pasos hacia atrás.

Estábamos en el jardín trasero de la casa, era bastante de noche y todas las luces de los alrededores, a excepción del interior de la casa y de los farolillos de colores que iluminaban el porche de Alan, estaban apagadas.

― ¿Por qué será que empiezo a creer que nunca dejarás de sorprenderme, Elías Dakks?

Me reí.

―Porque probablemente no lo haré ―concluí.

Después desmaterialicé mi alma animal y a mi lado tomó forma el viejo lobo dragón que el resto del tiempo aguardaba dormido en mi interior. Hizo una reverencia y cabalgué a sus espaldas.

Su aspecto era etéreo, y salvaje. Su piel cubierta de escamas incandescentes y sus alas de fuego.

Alan retrocedió unos pasos observándome con los ojos como platos. A pocas lo mato del susto, y eso lo puedo asegurar. Parece que esto de matar a sustos a la gente se me da especialmente bien, por cierto. No me pongáis a prueba.

― ¿Cómo...? ―En ese momento el susto se transformó en asombro, y el asombró cedió el puesto a la admiración.

Pese a su inusual aspecto era un animal de gran belleza. Muchas culturas, entre ellas la mía, lo consideraban sagrado.

― Creo que haremos un buen viaje ―resumí.

Sonrió, todavía flipando.

Aceptó que había tomado mi decisión.

Asintió sonriendo con cara de qué remedio y se alejó unos pasos para sentarse en el porche.

― ¡Sé discreto! ―suplicó mientras despegábamos.

Yo, que acostumbraba a montar de pie, me giré en vuelo e hice una reverencia antes de jalear a la bestia y retomar mi posición de jinete para elevarnos hasta las capas más altas de la atmósfera, allí donde seríamos una mera estrella fugaz a los ojos humanos.

Un hechizo localizador y varios miles de kilómetros me separaban de mi destino y de las personas que, sin saberlo, me aguardaban.

―Se nos viene una buena, amigo ―sentencié acariciando su cuello y hablando cerca de su oreja.

Como respuesta un profundo aullido.

Sicilia.

Allá vamos.

***

Para cuando desembarqué en Palermo era de día.

Digo desembarqué porque, a fin de ser lo más discreto posible, me dejé caer como un proyectil en el mar y nadé hasta la orilla a imitación de lo que había hecho en Australia horas atrás. Me plantearé seriamente patentar esta técnica.

SLADERS (II). LA LLUVIA DE FUGACESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora