La Nebulosa

388 59 4
                                    

Era nuestra misión encontrar la Nebulosa por nuestra cuenta. Solo la primera de las tres veces que has de visitar el oráculo se te conduce hasta allí. Y aquella era la segunda. Quizás la última ocasión en la que regresaría a aquel lugar.

Crucé un portal desde la Pax hasta el espacio aéreo de los mares Alisios, que rodean la isla en central, con forma de brújula, en cuyo centro se encuentra el gran palacio de la nebulosa, en la cumbre de la montaña más alta de Aztlán. Erecto como el tiempo. Y sobrevolé los Alisios aprovechando la calidez de sus vientos, cabalgando a mi dragón.

Aterricé sobre media tarde en las costas, frente a los acantilados de roca. Allí, a sus pies, se abrían los estrechos túneles que descendían kilómetros bajo el mar hacia el interior de la roca, en el corazón de la isla. Era el único acceso posible al palacio, ya que su espacio aéreo resultaba infranqueable, y todo a su alrededor constituía una selva plagada de criaturas aún más peligrosas que las que acostumbramos a tratar en Aztlán. Una auténtica prisión a la que solo se podía y debía acceder descendiendo la roca. Era una forma de purificarse. De preparar el alma para la pureza de aquel lugar, asumiendo que no somos más que seres miserables que deben despojarse de todo orgullo, haciendo gala del coraje para encontrar las respuestas.

Una vez allí, las vestales aguardaban a los jóvenes visitantes para mostrarles el camino a su oráculo, y ayudarles a comprender sus designios.

No había mucha gente allí aquel día. Y donde yo aterricé solo había una pequeña gruta. Pero cuando llegas a ese lugar sabes que cada gruta conecta con otras, y que todas van a parar al mismo lugar. Solo has de bajar hasta que el aire se vuelva irrespirable y encuentres la puerta dorada. Después volverás a subir, por un conducto vertical en donde la magia ancestral impulsa hacia arriba tu cuerpo.

No lo pensé mucho. Aquel oscuro pasadizo, solo iluminado por la luz que mis manos, convertidas en antorchas, arrojaban a mi alrededor, se volvía angosto con forme avanzabas. La humedad, estalactitas y estalagmitas, las algas, y los cangrejos lo cubrían todo. Lo demás era oscuridad. Y yo debía encontrar el camino aquella nada capaz de engullirlo todo. Hasta las cenizas de lo que eras antes de encomendarte a Ella.

Después de un par de kilómetros en los que tuve que avanzar casi agachado el pasadizo gano altura y comenzó a descender de forma abrupta. Las únicas escaleras eran los desniveles de la roca, resbaladiza y pulida por el mar. Había controlado la marea y sabía que no volvería a llenar ese túnel hasta dentro de unas horas. Para entonces ya estaría ante el acceso, en el corazón de la roca.

Aquel recorrido parecía no tener final. Con forme avanzabas el aire se volvía irrespirable, y tenías la sensación de asfixiarte. La recuerdo bien. Pero ese momento es a la vez grato, porque sabes que ya estas muy cerca. Que has dejado atrás kilómetros de soledad y vacío, y que estas rozando el lugar en donde te aguarda tu destino. El frío también se intensificaba, pero estaba preparado, recordaba esa sensación y me había vestido con ropa apropiada. Ya en el exterior la niebla cubría toda la costa. Cuanto más abajo llegabas tan solo escuchabas el murmullo del agua filtrándose desde algún lugar lejano. Desde las calas que poco a poco se llenaban con la marea y el pasar de las horas. El resto era el ruido de tus pasos adentrándose en la penumbra vacilantes para no resbalar. Y una vez abajo, ante la puerta dorada, el silencio de ese instante en el que, tras haber sorteado el camino de roca sobre la cueva subterránea que de noche se cubre por completo de agua, se adueña de todo.

Entonces tomas aliento. Atraviesas el baldaquino, y la magia te apresa y eleva hacia lo alto a la velocidad del rayo. Con el corazón purificado y los pulmones deseosos de aire limpio.

Cuando aquella interminable subida terminó me encontré sobre una trampilla que se asemejaba a una losa, pero que no era más que un portal que daba acceso desde el suelo a la nave central de una gran sala hipóstila en donde las columnas ciclópeas eran grandes atlantes y cariátides que representaban a los grandes sabios de la antigüedad. El techo era una bóveda de abanico recubierta de mosaico que proyectaba por todas partes la luz que entraba desde las paredes caladas en los extremos de la sala. En donde grandes ventanales rasgaban por completo los muros.

SLADERS (II). LA LLUVIA DE FUGACESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora