Za Kaahtli. El Oráculo de los Inmortales

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¡No leer sin la música please!

La seguí en silencio durante horas.

Atravesamos aquel lago de cristal hasta que una inmensa aurora boreal se apoderó de la bóveda celeste y un gigantesco acantilado emergió ante nosotros, encajado en la roca, como excavado durante siglos, el cauce de un río ascendía gradualmente ente las viejas montañas, como una escalinata señorial tallada en el lecho de la roca.

Luciérnagas coloriladas volaban en todas direcciones.

No pude evitar pensar que alguna de ellas sería la que concedió a Luca su último deseo, y habría regresado finalmente a aquel hermoso lugar en donde aguardaría durante milenios antes de retornar a la existencia.

No pude evitar pensar que alguna de ellas sería la que concedió a Luca su último deseo, y habría regresado finalmente a aquel hermoso lugar en donde aguardaría durante milenios antes de retornar a la existencia

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Al término de aquel cauce se erguía la mayor fortaleza que jamás mis ojos hayan visto. Las arquitecturas estaban excavadas en el lecho de una montaña mucho mayor, y pronto nos encontramos ante un pórtico de inmensas columnas de fuste imbricado, capiteles de jade y bóvedas estrelladas que componían la entrada a aquel gran palacio.

― Bienvenido a Za Kaahtli.

― ¿El oráculo de los inmortales?

―Así es.

Si algo de mi hubiera tenido el menor sentido en aquel instante mi corazón se habría detenido ante tanta belleza.

Nos adentrábamos en las estancias que aquella ingeniería sin límites había ganado al corazón de la montaña. Antorchas flotantes de fuego eterno alumbraban el interior, y la decoración musivar que recubría cada milímetro de las columnas ciclópeas hacía reverberar la luz y la expandía en todas direcciones, alejando la oscuridad, que solo cedía al paso de la muerte.

Pero la luz se extinguió definitivamente al alcanzar la gran escalera de caracol que parecía emerger de las profundidades al final de aquella estancia, y que, inscrita en un torreón tan alto como la montaña, tan solo recibía la luz que penetraba de las delgadas aberturas en forma de vanos calados en la roca.

Estábamos en la ladera opuesta de la montaña.

Y las escaleras nunca terminaban.

O eso pensaba.

Después de todo alcanzamos lo que parecía ser un jardín aterrazado en lo alto de la montaña. Una gruesa cubierta de musgo era el manto de la roca, y al otro lado, una inmensidad.

Era una inmensa explanada que coronaba el Oráculo de los inmortales y en donde tan solo emergía una arquitectura más, una pequeña gruta de roca, con vanos de medio punto calados y una gran hoguera ardiendo en su interior.

El paisaje que se divisaba era muy diferente al que había presenciado a mi llegada. Grandes y boscosas montañas bajo la inmensa bóveda celeste, porque aquel parecía, definitivamente, el hogar perpetuo de la noche.

― Así es, Elías. Aquí habita la noche perpetua ―sonrió, satisfecha.

Se colocó a mi lado, al borde del inmenso acantilado que caía abruptamente y constituía, sin lugar a duda, el enclave más elevado del lugar.

― ¿Dónde estamos exactamente? ―Me atreví a preguntar.

― Estos son mis dominios en el Oráculo de los Inmortales. Quizás los conozcas como Voldo Varh Kehtl.

― El Palacio Fortificado del Jardín Eterno.

― Eso es.

― ¿Y los demás?

Sonrió.

― Cada uno tiene su palacio ―anunció con convicción, señalando, por un instante, a lo que parecía la lumbre de un fuego en una montaña lejana en el firmamento.

Asentí.

― Creo que ha llegado el momento de que hablemos ―anunció, retirando por fin su capucha y colocando una mano en mi hombro―. Acompáñame ―convino, señalando en dirección a la gruta en la que alumbraba la hoguera.

En ese instante me di cuenta de algo.

Acababa de tratarme como a un igual.

Y eso me asustaba.

Asentí, con firmeza.

Y una vez en su interior, en donde un gran friso de pintura rupestre engalanaba los parteluces y enjutas entre las arquerías narrando lo que interpreté con rapidez como la creación de la dimensionalidad, me invitó a tomar asiento sobre un gran banco de piedra.

Había tres, circundando el gran fuego, y deduje que sería el lugar en donde se reunirían los inmortales cuando acudieran a este palacio. Y el lugar donde un día habían estado mis padres, cuando Ella les anunció que elegiría como hijo a un hijo suyo.

― Eres más ávido de lo que cuentan, Elías Dakks. ―me observó sorprendida.

¿Acaso escuchaba mis pensamientos?

Sonrió.

―Eso es un sí ―advertí.

Asintió, enarbolando una enigmática sonrisa.

Solo a la luz del fuego pude verla con claridad y en todo su esplendor.

Su piel era semitransparente y sus vestiduras humo. Su pelo blanco, tanto como sus ojos, y rapado a un lado de la cabeza. Cejas y pestañas incoloras, y su rostro joven.

Pendientes y un gran collar de hueso, realzaban aquella hermosa, aunque enigmática, sonrisa.

― No esperaba que tardases tan poco en encontrarme.

― No sabía cómo encontrarte, así que no creo que puedas considerarlo como un logro.

― Oh, lo es, créeme. Nadie sabe cómo hacerlo. Pero solo hay una clave, Elías Dakks, y tú te has hecho con ella muy pronto.

― ¿Cuál es?

― Piensa un poco.

― No es mi especialidad.

Sonrió.

― Lo es más de lo que crees.

Solo se me ocurría una posibilidad.

― ¿Querer hacerlo?

― Así es.

Suspiré.

― De ser así mucha gente te habría encontrado antes.

― Muy pocos creen ya en las viejas historias, Elías Dakks.

Todo lo que pude hacer fue guardar silencio. Al fin y al cabo, eso no se lo podría rebatir.

SLADERS (II). LA LLUVIA DE FUGACESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora