11. Volviendo al juego mortal

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Y de nuevo se encontraban luchando por sobrevivir. Ahora en lugar de un Laberinto lleno de monstruos se tenían que enfrentar a un desierto, que no sabían ni si estaba desierto, que tenía un sol que quemaba como si todo se incendiara y por si fuera poco bolas de metal asesinas podrían haberlos matado, sin mencionar que todos tenían la enfermedad del Destello y que si no llegaban a dónde les habían dicho, no conseguirían la cura.

«Qué divertido» pensó Ana, sarcásticamente.

La chica se sentía muy culpable; se había encerrado tanto en sí misma cuando salieron del Laberinto, que ni si quiera se molestó en escuchar los pensamientos de los que los rescataban. Tal vez si lo hubiera hecho no estarían allí. Tal vez los que murieron en esa prueba no habrían muerto, tal vez podría haberlos salvado o al menos darles una oportunidad.

A cada paso que daba tenía menos energía. No era para menos, hacía mucho calor y no tenía que ser muy inteligente para darse cuenta de que aquel tipo de clima no era nada saludable.

—¿Por qué un desierto? ¿No podrían mandarnos a un hermoso valle con mariposas? Ya ni si quiera pido unicornios —pensó la chica, en voz alta.

—Nunca dejarás de hablar como una niña pequeña, ¿verdad? —cuestionó Minho a su lado.

—No, pero eres adorable cuando intentas que deje de hacerlo —se burló ella, pellizcándole una mejilla.

Minho le dirigió una mirada asesina, pero con cierto tono rojizo en sus mejillas.

—¿Sabes que no tienes rayos láser en los ojos, verdad? —preguntó ella, inocentemente, mientras lo señalaba y soltó una fuerte carcajada.

—¡¿Pero cómo puedes estar tan malditamente alegre?! ¡¿Es que no ves que el mundo se va a la mierda?! —exclamó el chico, enfadado, de repente.

—¿Y cuándo no ha sido así? —cuestionó Ana, encogiéndose de hombros—. Para nosotros siempre ha sido "o sobrevives o mueres", en eso no tenemos elección. Lo único que me queda soy yo misma, es lo único sobre lo que aún tengo control; no pienso dejarles eso también; no quiero, no puedo y no lo haré.

El chico gruñó, sin saber muy bien cómo rebatirlo y se fue de su lado. Siendo cualquier otro habría admitido que eran buenas razones, pero no soportaba la constante felicidad de ella, no le pedía que estuviese triste, solo que no riera con cada desgracia que les pasaba. No entendía cómo alguien podía mantener su alegría en aquellas circunstancias; era imposible.

Por otro lado a Ana no le importaba que enfadase a algunos, su personalidad, quién era, su espíritu, era lo único que CRUEL no pudo quitarle. Le arrebataron sus recuerdos, su historia, su familia y a sus amigos, pero no podían extraer su alma y si dejaba que lo que ellos le hicieran la rompiera, les estaría entregando el poder sobre lo único que aún era suyo; su esencia. Además, había algo dentro de ella que le impedía romperse, no sabía exactamente qué era o de dónde venía, pero ahí estaba.

(...)

En la oscura noche, Ana corría junto a sus compañeros. No era corredora y se estaba agotando rápidamente; llevaban solo unos minutos corriendo, pero ya empezaba a notar como le faltaba el aire. No era que estuviera en mala forma, pero correr no era lo suyo; no tenía la suficiente resistencia como para aguantar el ritmo de los demás. Los primeros minutos aún aguantó junto al grupo, pero poco a poco se fue desplazando hacia atrás, hasta que fue quedando de última, siguiendo a los chicos con dificultad.

La chica empezó a sudar, su corazón latía rápida y fuertemente contra su pecho, cada vez le costaba más respirar y, por si fuera poco, iba corriendo de una forma con la que casi parecía una babosa arrastrándose.

Maze Runner: La Prueba de la EsperanzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora