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Gérardmer, le 10 décembre 1939.
Querido Jean-Jacques,
Llevaba mucho tiempo sin escribirte y hace bastante que no tengo noticias tuyas. ¡Espero que estés bien! Pronto será navidad y mamá comienza a decaer, va a ser la primera que celebremos sin ti ni Emmanuel y le cuesta aceptarlo. Yo también os voy a echar de menos, aquí ya nunca pasa nada desde que no estáis. La guerra ha minado nuestro estado de ánimo y es imposible ser positivo estos días, parece que vamos perdiéndola y son todo malas noticias. Ojalá todo esté yendo bien, combatir debe de ser terrible, pero sé que no te rendirás.
Te deseo lo mejor y feliz navidad, Céline.
Gérardmer, le 10 décembre 1939.
Querido Emmanuel,
Ayer recibí tu postal, el Sarre parece un lugar precioso, pero no si está en guerra. En ella decías que crees que estás resfriado, espero que te encuentres mejor. Las noticias no son favorables, ¡pero hemos de ganar a esos alemanes! Se acerca la navidad y no sé qué va a ser de mí sin Jean tocando el piano y sin ti engullendo la cena como si te fuera la vida en ello. Sin tus chistes y canciones y sin las broncas de Jean porque le resultas molesto. Ojalá vuelvas pronto, la casa necesita tu alegría, pero por ahora, pasa bien la navidad por allá.
Mis mejores deseos y feliz navidad, Ce.
Releí ambas cartas, cerré los sobres y los metí en el bolsillo de mi abrigo. Cogí mi bicicleta y comencé a pedalear bordeando el hermoso lago, ahora congelado, en dirección al centro de la ciudad, deseando que al igual que yo les escribía cartas, ellos me hubieran enviado algo también.
Jean-Jacques y Emmanuel eran mis hermanos, y, aunque pertenecían a la misma familia, no podían ser más diferentes entre ellos. Jean tenía el pelo y los ojos negros, y probablemente el alma también. Era mi hermano pero para mí su persona siempre sería un misterio, siempre tan serio y callado. Emmanuel, sin embargo, era todo lo contrario. Risueño y optimista, tenía el mismo pelo rubio y lacio que yo y unos enormes ojos castaños que siempre reflejaban su estado de ánimo. Nos llevábamos dos años y éramos muy cercanos, desde pequeños siempre habíamos jugado juntos y había mucha confianza entre nosotros.
No obstante, habían sido llamados a filas en septiembre, dejándonos a madre y a mí solas en la casa. No les había visto desde entonces, aunque por suerte nos escribíamos regularmente.
Mi padre había muerto en un accidente de automóvil en 1923, cuando yo acababa de cumplir un año, y aunque no recordaba nada de él, Madre siempre decía que tenía un gran corazón y que Jean-Jacques era su viva imagen.
Mi madre era muy fuerte, aunque sabía que sufría en silencio. Era una mujer de semblante eternamente serio, alta y muy delgada para su edad, de cabello castaño y porte aristocrático. Le había costado recuperarse de la pérdida de su marido y la guerra le había arrebatado a sus dos hijos varones, por lo que vivía con el miedo constante de perderlos a ellos también.
Yo también tenía miedo, en realidad ¿Quién no lo tenía? La guerra no hacía consideraciones, y sin embargo, prefería mantenerme optimista. Mi optimismo lo había aprendido de Emmanuel, que siempre se enfrentaba a todo con una sonrisa en su rostro. Yo quería ser como él, por naturaleza me costaba algo más, pero ver el vaso medio lleno hacía las cosas más fáciles.
Perdida en mis pensamientos, no me percaté de que ya estaba junto a la oficina de correos hasta que casi atropellé a madame Lafitte, la joven esposa de Aristide Lafitte, el alcalde de Gérardmer. Algo abochornada, murmuré una disculpa rápida y candé mi bicicleta.
-¡Ma petite! -exclamó Pierre al verme entrar, y dejando el mostrador desatendido, corrió a abrazarme.
Pierre Girard era mi mejor amigo desde primaria. Habíamos estado en la misma clase hasta que él abandonó los estudios a los 16. A los 17, trabajaba a tiempo completo en la oficina de correos lo cual era un lujo porque clasificaba mis cartas y las guardaba bien hasta que pasaba a recogerlas. De esta manera, Madre no las veía.
Siempre me llamaba petite, era como una ironía cariñosa, pues era tan alta que muchos muchachos quedaban pequeños a mi lado. Odiaba aquello, me daba miedo que se sintieran intimidados y no me quisieran sacar a bailar en las fiestas. Era como un muchacho más, larga y careciente de cualquier curva. Sin embargo, su apodo era bienintencionado y sabía que él bailaría conmigo siempre que yo lo quisiera. Durante la adolescencia, me había robado un par de besos, pero habíamos acabado por acordar que jamás seríamos algo más que amigos.
-¡Pi! -exclamó mientras me inclinaba para besar su mejilla- traigo dos cartas.
Me separé de él y sentí cómo se me caía el alma a los pies cuando su rostro se volvió de pronto serio. Significaba que tenía un sobre nuevo y tendría que pasar otra vez por la tortura de siempre.
-Céline... -murmuró con voz apagada- Esta mañana ha llegado una carta del ministerio. -Sabía los nervios que me producía y le desagradaba tener que darme la noticia.
Me tendió un sobre amarillo con el sello del gobierno francés y yo, con el corazón acelerado por la angustia que sentía, comencé a abrirlo. Las misivas de ese tipo siempre iban dirigidas a mi madre, pero yo las abría antes para digerir bien la noticia y controlar lo que ella leía. Desde que Jean y Emmanuel se habían marchado, aunque emocionalmente no se encontraba tan mal, su salud había decaído y temía que no pudiera asimilar una mala noticia.
Con las manos temblorosas, saqué la blanca cuartilla del sobre. Normalmente no eran más que cartas manuscritas de mis hermanos en las que me contaban qué hacían y como se encontraban. Sin embargo, siempre cabía una diminuta posibilidad de que fuera un mensaje del ministerio informando de que algo malo había sucedido. Y era eso lo que hacía que la situación fuera tan angustiosa.
Se me empañaron los ojos cuando leí aquel "estimada madame Fournier" mecanografiado, en lugar del típico "querida Céline" en la caligrafía de mis hermanos. Miré a mi amigo y este asintió en silencio, haciéndome ver que compartía su tristeza conmigo e instándome a continuar.
Cuando terminé, todavía sin poder asimilar lo que había leído, me dirigí a la papelera como un autómata y tiré la carta que había escrito para Emmanuel.
Miré a Pierre desconcertada y las comisuras de sus labios se curvaron hacia abajo.
-Yo... Lo siento mucho, Céline.
-¡No! -Exclamé con una enorme sonrisa en el rostro, lo que había leído no era motivo de tristeza sino de dicha. El ministerio no tenía malas noticias para nosotros sino al contrario.
La expresión del rostro de Pierre desapareció al verme de pronto tan feliz.
-¡No hace falta que le mande una carta a Emmanuel porque va a volver con nosotros, su servicio ha terminado!
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El abismo que nos separa | Segunda Guerra Mundial
Historical FictionPrimero nos invadieron. Ocuparon nuestra hermosa patria como si tuvieran el derecho a ello, solo por el prestigio que creían que unos cuantos kilómetros de tierra les otorgarían. Se instalaron en nuestros hogares como su fueran los suyos, pues técni...