Capítulo 38

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Holzmann y yo seguimos acercándonos el uno al otro, descubriendo cosas y enamorándonos cada vez más. No abusábamos de hacer el amor, pues aquello era algo especial que surgía de cuando en cuando y las consecuencias de aquello podían ser terribles si no teníamos cuidado.

Yo atesoraba cada momento con él. Lo apuntaba en el diario de la foto de Jean, que ahora tenía un doble valor para mí. Aunque era duro, sabía que en algún momento se tendría que marchar. Aquello me aterraba, tal vez se fuera al final de la guerra, la cual se alargaba cada vez más con el inicio de nuevas batallas en toda Europa, o tal vez le tocase marcharse al día siguiente.

El momento que tanto temía llegó en una fría mañana de noviembre de 1940, medio año después de vernos por primera vez. Supe que algo iba mal cuando me citó en el château a primera hora. Nunca nos encontrábamos allí, y nuestro momento predilecto del día era a media tarde, cuando él regresaba a casa del trabajo.

Aquella noche había caído la primera nevada del invierno, por lo que no pude coger la bicicleta y caminé lentamente abriéndome paso a través de la nieve con el corazón en un puño. Sin embargo, mientras no dijera lo contrario, prefería pensar que era algo relacionado con Jean o con temas administrativos que nada tenían que ver con su marcha de Gérardmer.

-Buenos días, Céline -pronunció serio desde el otro lado de su pesado escritorio de roble-. Toma asiento.

-¿Qué ocurre? -traté de mirarle a la cara pero él agachó la cabeza.

-¿Acaso no te lo imaginas? -estaba inusualmente distante.

Negué con la cabeza vigorosamente, tratando de apartar aquel pensamiento, aunque parecía lo más seguro en aquel instante. Me miró, sus ojos estaban llorosos.

-Trasladan a mi compañía, Ce, me marcho.

Comencé a llorar yo también.

-¡No puede ser! ¡Ahora no! -exclamé, levantándome de golpe. Me abracé a él, colgándome de su cuerpo como un koala.

Él me devolvió el abrazo.

-Nos quieren en los Balcanes -sollozó, enterrando su cabeza en mi hombro-. Pero yo no me quiero ir... yo quiero estar contigo.

Me separé de él y me sorbí los mocos.

-¡Y yo! ¡Te quiero, Franz! ¡Te quiero de verdad! ¡No podemos separarnos después de todo lo que hemos pasado juntos!

Acarició mi rostro, secándome las lágrimas que caían por mis mejillas y clavó sus ojos enrojecidos en los míos.

-Lo he pensado detenidamente y he llegado a la conclusión de que quiero estar contigo. Eres mi pequeño oasis de paz en medio de este desierto que es la guerra -agarró con fuerza mis manos-. Huyamos juntos, tengo conocidos en África que nos ayudarán.

Lo miré detenidamente. Él me suplicaba con la mirada que le dijera que sí.

-¡Huyamos! -exclamé, rompiendo a llorar de nuevo.

Él comenzó a reír a la vez que lloraba. Pegó su frente con la mía.

-Se supone que parto mañana mismo hacia Bulgaria. Quedemos esta noche, a las diez, al lado de la mansión de los Dubois -se apartó de mí-. Ahora he de volver a mi trabajo, como si nada pasara. Te quiero, Fournier, nos vemos luego.

-Nos... vemos luego -murmuré, tratando de recomponerme.

La comida en casa tenía pinta de ser animada. Emmanuel había vuelto para visitarnos durante el fin de semana, dado que coincidía con el cumpleaños de Jean, y Madre había invitado a comer al doctor Schmidt por cuarto sábado consecutivo en agradecimiento por tratar mi enfermedad.

El abismo que nos separa | Segunda Guerra MundialWhere stories live. Discover now