Gérardmer, mayo de 1940Salí a despejarme. Mi vida familiar se había convertido en un infierno y necesitaba huir de él de vez en cuando. Nada era como antes de la guerra, desde la llegada de Emmanuel, en casa se había formado una atmósfera de tensión que me resultaba asfixiante.
Mi hermano ya no hablaba con nadie, en su lugar se pasaba los días enteros sentado en el porche del jardín, leyendo un libro tras otro y con un cigarro sin encender en la mano. Jamás lo encendía, pero lo manoseaba hasta que necesitaba coger uno nuevo. Aquello destrozaba a Madre, que se sentía como si hubiera perdido también a su hijo. No había visto una sonrisa suya en meses.
Los ánimos en el país no eran los mejores. Habíamos cerrado la frontera con Alsacia pero los nacionalsocialistas habían entrado por la zona de Bélgica. Nos habíamos dejado la puerta trasera abierta.
Habían entrado por Arras hacía cinco días, y avanzaban peligrosamente hacia el sur. Las noticias eran devastadoras, miles de personas se habían lanzado a las carreteras con lo puesto, tratando de escapar del dominio alemán. Cada dia eran bombardeados y disparados por la aviación alemana. Moría gente, los niños se extraviaban, algunas ciudades eran abandonadas por completo, otras colapsaban.
-¡Disculpa! -un grito al otro lado de la calle llamó mi atención.
Miré a quien me había llamado. Era un muchacho algo más joven que yo, muy alto. No creía haberle visto nunca. Me acerqué y observé sus rasgos. No parecía francés, tenía el pelo y la piel demasiado claros, y unos inquietantes ojos violetas que me miraban fijamente.
-¿Qué pasa?
Él sonrió, dejando entrever dos filas de dientes separados. Había algo perturbador en su aspecto.
-Busco el número 10 de la calle Reiterhart, soy nuevo y me he perdido. -Tenía un acento francés perfecto.
-¿Por qué? ¿Quieres comprar ropa? -Pregunté tratando de ignorar cómo me miraba.
El 10 de la calle Reiterhart era la sastrería de la familia Himmelstein, una de las más prominentes del pueblo. Confeccionaban ropa para toda la ciudad y todo el mundo los quería. El padre, Joseph, trabajaba en el concejo con mi madre; la madre, Miriam, era la modista y sus hijas, Gabrielle y Betsabé eran dos muchachas encantadoras.
-Es mi casa. -Se limitó a responder.
-Te has debido de equivocar, en ese número viven los Himmelstein.
Una emoción que no pude determinar cruzó su rostro durante un breve instante.
-Ya no viven aquí, se marcharon anoche. Mi madre reabrirá la sastrería.
-¿Qué? -no comprendía qué me quería decir. No tenía sentido que gente como ellos se hubieran marchado.
-Eran judíos, y los alemanes han cruzado la frontera... ¿Sabes qué hacen los alemanes con los judíos? A parte de lo de marcarlos, claro.
Negué con la cabeza.
-Yo tampoco, pero nada bueno. Se han escapado porque desde que esos nacionalsocialistas idiotas están en el poder, parece que la situación no es segura para ellos.
-No puede ser tan malo... -murmuré. Me dolía que nos estuvieran invadiendo, pero no creer el secreto a voces que era la situación de los judíos hacía las cosas mucho más fáciles.
-Mira... -me tendió un folleto pequeño de varias páginas. Lo ojeé, tenía textos y fotos, todo en blanco y negro. El único elemento que destacaba era el título, "Signal" en letras rojas.
-Está en alemán... -murmuré, mi voz temblaba más de lo normal.
Él sonrió con tristeza.
-Está en alemán, sí. Han anexionado Alsacia y ahora difunden esta mierda de propaganda. Por eso mi madre y yo nos hemos venido aquí, para comenzar de nuevo en un lugar tranquilo.
Sus pupilas se dilataron considerablemente, dándole una apariencia aún más inquietante. Sospeché que mentía. Tomó de nuevo la revista y la abrió por una página, había un estudio de rasgos faciales y un gráfico.
-Mira... -murmuró señalando las fotos de los rostros- aquí te enseñan a identificar un judío. También pone que si eres ario no puedes mezclarte con ellos, y que si encuentras a uno lo notifiques a la autoridad. ¿Sabes para qué? Para que se lo lleven.
Llegamos a donde solía estar el taller, que ahora estaba vacío. Nos detuvimos y él se colocó frente a mí.
-Pues... gracias por la información -me sentía incómoda y ligeramente culpable.
-La verdad ante todo... y no te he preguntado tu nombre, ¿cómo te llamas? Yo soy Richard.
-Céline Fournier -me tendió la mano y yo, vacilante, decidí estrecharla.
-Nos vemos, Céline. Y por favor, no cierres los ojos a la realidad, no te haces ningún bien.
Acto seguido, entró en el edificio.
No podía dejar de darle vueltas a lo que Richard me había dicho. No quería creer que algo así estaba pasando, no era humano.
No podía ser posible que se estuvieran llevando a la gente para torturarla. Me intenté convencer de que estaba segura de que lo que buscaba Alemania al invadirnos era simplemente una unión entre los dos países para fomentar las relaciones.
Y sin embargo, algo me decía que sí que había algo oscuro en el régimen alemán.
Entré esperando encontrar la comida hecha y a Madre y Emmanuel a la mesa, pero no había rastro de mi hermano y mi madre estaba sentada en el sofá del salón. Su rostro delgado y ojeroso reflejaba una preocupación que no le había visto sentir ni por la enfermedad de su hijo.
-Lafitte acaba de llamar -todavía tenía el teléfono en la mano cuando entré en la estancia. Lafitte llamaba muy a menudo, mi madre estaba en la asamblea del pueblo y tenía que tener contacto con el alcalde. -Esta tarde se anunciará algo muy importante, es conveniente que todo el pueblo esté presente.
-Invasión. -Una sola palabra bastaba. Madre asintió.
-Acabamos de organizarlo. Ya hemos enviado un comunicado a todas las familias, pero te pido por favor que salgas después de comer y avises a cuantas más personas puedas. A las cinco en el salón de actos del ayuntamiento.
Nos sentamos a la mesa y Madre calentó los restos de un tatin que habíamos cenado la noche anterior. Por aquel entonces, a nuestras intransigentes mentes de clase alta, comer las sobras les pareció escandaloso, pero se avecinaba una época en la que aquello se convertiría en una práctica común. Observé a Emmanuel, engullía su porción del pastel sin reparos, concentrado en la comida e ignorando la conversación que manteníamos mi madre y yo. Por como su mano temblaba, agarrando con fuerza su inseparable libro, asumí que sabía que estábamos a punto de ser invadidos.
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El abismo que nos separa | Segunda Guerra Mundial
Historical FictionPrimero nos invadieron. Ocuparon nuestra hermosa patria como si tuvieran el derecho a ello, solo por el prestigio que creían que unos cuantos kilómetros de tierra les otorgarían. Se instalaron en nuestros hogares como su fueran los suyos, pues técni...