Una semana entera sin Franz nos vino muy bien a todos, especialmente a mi madre, que estaba de duelo por el que había sido uno de sus mejores amigos durante los últimos años. Habíamos tenido tiempo para hacernos más compañía entre los tres, y arreglar nuestra relación, que se había deteriorado un poco desde la llegada de los alemanes, ya que ya no podíamos hablar de tantas cosas.
En el pueblo se hablaba de que si se volvía a cometer un ataque contra los alemanes, sería Madre quien pagase con su vida, pero no me atreví a decírselo.
Pierre no había dado señales de vida desde que peleásemos hacía dos semanas, y aunque últimamente me veía bastante con Richard y disfrutaba de su compañía, le echaba de menos.
Decidí que si él no quería hacer nada por recuperar nuestra amistad, daría yo el paso, y aquella mañana fui a su casa. Llamé a la puerta, y me abrió su hermana pequeña, Maud, de 15 años. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos, y su madre, que se acercaba a la puerta por el pasillo, también. Intuí que sucedía algo malo, pero no podía imaginar qué.
-¿Buscas a Pierre? -la voz de la joven Maud estaba rota.
Asentí despacio.
-Se lo han llevado...
Me costó procesar las palabras al principio.
-¿Llevado? ¿Quién, a donde? -pero conforme me escuchaba preguntar aquello me dí cuenta y sentí cómo se me caía el alma a los pies. Noté como comenzaban a empañárseme los ojos cuando, Maud y la señora Girard comprendieron que lo había entendido y comenzaron a llorar conmigo.
-Fue anoche. No sabíamos que nuestro Pierre era comunista -la señora Girard se colocó frente a Maud. Al final esa era su rama de la resistencia- nos hizo tanto daño que no nos lo dijera y que nos lo arrancaran tan por sorpresa.
-Fue el autor del ataque que mató a Lafitte -añadió Maud, aunque yo ya sabía eso-. Estamos enfadadas con los alemanes, pero también con él.
-Discutí con él hace tiempo y venía a disculparme... tenía que haberlo hecho antes.
La señora Girard acarició mi rostro y secó una de mis lágrimas.
-No es tu culpa, Céline.
Abracé a las dos, imaginando que si yo necesitaba consuelo, ellas lo hacían mucho más.
-Cualquier cosa que necesitéis, ya sabéis donde encontrarme. A mí, a Emmanuel y a mi madre, estaremos encantados de ayudar con lo que sea.
Me lo agradecieron efusivamente y me despedí. Me sentía hipócrita por ofrecerles mi ayuda si no había podido soportar pasar un segundo más con ellas, pero era lo que tenía que hacer. Corrí a mi casa sin detenerme, ignorando la sensación que me ahogaba y me encerré en la biblioteca a llorar sin que me vieran Madre y Emmanuel. Ellos no estaban preparados para tanto como yo.
Me acurruqué, hecha un ovillo, en el sillón de Jean. Me habían dicho que no era mi culpa no haber podido despedirme de mi amigo, pero no podía evitar sentirme culpable. Detestaba sentir odio, pero en aquel momento estaba llena de él. Odiaba a los alemanes, con toda mi alma. Nos lo estaban quitando todo: el país, la casa, Jean, Lafitte, Pierre... ¿Qué sería lo siguiente?
No sabía cuanto tiempo llevaba llorando, ni si me había llegado a dormir en algún momento. Pero de pronto me di cuenta de que me dolían mucho los ojos y de que sentía la presencia de alguien observándome. Con los ojos cerrados no podía ver quién era, pero reconocí el olor. Emití un sollozo sonoro, y él me apretó contra sí. Quería zafarme de sus brazos y echarle de mi rincón a empujones, pero me sentía débil y necesitaba su calor.
-Es por el muchacho, ¿verdad? Me he enterado hoy de que habían desmantelado una férula comunista y he visto el nombre de tu amigo. Siento no haber estado, habría intentado evitarlo.
Nos quedamos mucho rato en silencio, pero cuando sentí que tenía las fuerzas necesarias para hablar, lo hice sin miedo.
-¿Por qué hacéis esto? Sois asquerosamente egoístas ¿De verdad que merece la pena que tantos sufran por que unos pocos estén bien? Teníamos una vida antes de esta mierda, y créeme, éramos igual que vosotros.
Él no respondió, sentía su respiración pesada sobre mí, y cómo esta se entrecortaba al escuchar mis preguntas. Me levanté de golpe, quitándomelo de encima, y lo enfrenté cara a cara. Últimamente parecía siempre avergonzado, pero me daba igual si luego no le daba vergüenza hacer todo lo que hacía.
-Gracias por el abrazo, Holzmann, pero no me vuelvas a tocar. No te acerques a mí, por favor, ni me mires.
Acto seguido, me marché corriendo de la escena, dejándole allí plantado y corrí y corrí. Me adentré en el bosque, dispuesta a perderme un rato y permitirme llorar sola, sin que ningún idiota me interrumpiera. Sin embargo, un grito desgarrador cerca de donde estaba me hizo detenerme, poniéndome los pelos de punta.
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El abismo que nos separa | Segunda Guerra Mundial
Ficción históricaPrimero nos invadieron. Ocuparon nuestra hermosa patria como si tuvieran el derecho a ello, solo por el prestigio que creían que unos cuantos kilómetros de tierra les otorgarían. Se instalaron en nuestros hogares como su fueran los suyos, pues técni...