Al haber tenido lugar a la vez que el servicio matinal, el ataque no había dejado victimas mortales pero sí había destruido por completo varias viviendas y unos almacenes que tenía el ejercito y, por consiguiente, toneladas de armas. La gente, tan curiosa y amante del morbo como siempre, se había congregado alrededor de las ruinas y los soldados, visiblemente molestos, los mandaban de vuelta a sus casas.
Franz llegó a la vez que yo, y al verle, me escondí para que no me viera. Traía cara de pocos amigos. La gente se hizo a un lado a su paso, temerosa, y me pregunté cómo de conocido y temido sería en el pueblo. Tomó un pedazo de algún tipo de arma de fuego, irreconocible por la explosión, lo observó detenidamente durante unos segundos y lo arrojó con violencia contra el suelo cubierto de escombros. Al ver que sus soldados intentaban alejar a los aldeanos, los detuvo de un grito.
-¡Parad!
Todo el mundo se detuvo, y él, se colocó ágilmente sobre una tapia. No llevaba la chaqueta, no le había dado tiempo a ponérsela, pero con su envergadura, su rostro enrojecido, el ceño fruncido y desde su posición, resultaba muy intimidante.
-¡Gente de Gérardmer! -bramó, furioso- ¿Alguien sabe quién es el responsable de esto?
El silencio se apoderó de la escena, el miedo se veía en las caras de todos los que allí estaban, incluidos los soldados. Franz apretó los puños
-¿¡Nadie va a responder!? Pues bien, haremos lo siguiente, si en las próximas veinticuatro horas no sale un culpable, me cargaré a alguien muy importante para este pueblo. Tengo a Lafitte en un calabozo y no tengo miedo de pegarle un tiro. ¿¡Queréis verle muerto!? ¿No, verdad? ¡Pues ya sabéis lo que tenéis que hacer!
Sentí cómo se me empañaban los ojos y se me llenaba la nariz al ver aquella faceta de él y me sentí estúpida. Era tan encantador conmigo que me hacía olvidar que era mi enemigo, pero eso es lo que era, y lo había demostrado sin dejar lugar a dudas. Me sorbí los mocos y sentí la primera lágrima caer.
Estaba llorando otra vez, por un alemán.
-¿Ce? ¿Qué te pasa? -una voz grave llamó mi atención detrás de mí. Me giré, era Richard. Estaba diferente, llevaba el pelo mucho más corto y peinado e iba mejor vestido. Parecía una persona normal.
Me quedé mirándole en silencio, tratando de contener las lágrimas, avergonzada del motivo por el que lloraba. El trató de consolarme frotando mi espalda y consiguió sacarme un sonoro sollozo.
-Es igual... -acabó por decir al ver que no le respondería- vámonos de aquí.
Comenzó a caminar a paso ligero en dirección a mi casa. Yo traté de seguirle mientras intentaba recomponerme.
-¿Vamos a mi casa? -todavía tenía la voz nasal y los ojos enrojecidos-
Él se giró para mirarme con una sonrisa misteriosa que me pareció muy bonita, intenté sonreírle .
-¿Recuerdas que hace un tiempo te dije que te enseñaría algo? Pues allá vamos, es un poco triste, pero tienes que verlo.
Habló sin parar durante todo el camino, de todas las ofensivas y estrategias desde el inicio de la guerra y de lo injusto que le parecía recurrir a las armas y el concepto de lebensraum, que yo no conocía y también encontré estúpido. Lo agradecí, su monólogo era interesante, había resultado ser un chico muy culto e informado y me estaba haciendo olvidarme por un momento del maldito Franz.
-Los alemanes son unos cobardes y unos inconformistas... ¡Es que piénsalo! ¿Cuántos habitantes habrá en Alemania? ¿Unos 70 millones? ¿Y cuál será la extensión del país, unos seiscientos mil? Lo he investigado y pensado mucho y no tiene sentido, hay unas 100 personas por kilómetro cuadrado, ¡Ni siquiera es tanto! ¡Joder, da para una hectárea por persona! ¡Bastante espacio vital es ese! ¿Para qué demonios quieren más?
-¿Investigas mucho? -fue lo único que se me ocurrió decir.
-De mayor quiero ser político, como mi padre -sonrió orgulloso- para mejorar un poco la coyuntura. Así que he de saber qué está pasando.
Pasó a hablarme de su vida antes de la guerra, lo hacía mirando hacia adelante con nostalgia. Me habló de su padre, me conto que era como Lafitte, un político joven de ideales fuertes deseando sacar adelante a su gente, y que se lo habían llevado al tomar su ciudad. También de su casa, vivía en una gran mansión en las afueras, con su padre, su madre y el personal del servicio. Solía sentirse solo en el laberinto de pasillos, pero consideraba que había tenido una infancia feliz.
Dejamos mi casa atrás y decidimos seguir uno de los senderos que bordeaban el lago.
-Supongo que fui siempre el hijo perfecto. Sacaba las mejores notas, hablaba dos idiomas, alemán con mi padre y francés con mi madre, tocaba el piano aunque en realidad era un musico terrible, y era atleta. Vivía sin preocupaciones, y de pronto...
Traté de imaginar la antigua vida de Richard, aunque por lo que contaba era difícil. La primera vez que lo vi, con el pelo largo y una camiseta de algodón, jamás hubiera pensado que provendría de una familia adinerada, pero como siempre, las apariencias engañan. Lo imaginé hacía unos meses, en un opulento salón. Habían acabado las clases y dejaba su maletín despreocupadamente junto a su banqueta, preparándose para tocar el piano. Para nada imaginaría donde estaría ahora. Probablemente no podía hacerme a la idea de lo duro que era dejarlo todo atrás.
Llegamos al final del camino. La mansión de los Dubois, con vistas directas al lago, se erguía majestuosa en lo alto de una pequeña colina. Sabía de quién era la casa de oídas, nunca había estado en aquel lugar.
Los Dubois eran una familia adinerada de Estrasburgo que venía al lago a veranear disfrutando de la tranquilidad del campo. El matrimonio apenas pisaba el pueblo, pero a veces se dejaban ver por el mercado. No eran demasiado queridos en el pueblo, no les gustaba relacionarse con la gente. Tenían un hijo de mi edad, un muchacho llamado Pierre, como mi amigo, que no me disgustaba. Un chico rico con aspecto de bohemio, que acostumbraba a sentarse a leer junto al antiguo lavadero. Nunca había hablado con él, pero siempre le veía sonreír a la gente que se detenía para lanzarle miradas reprobatorias.
Me fijé en un enorme cartel en la verja principal, que estaba cerrada a cal y canto. "Se vende".
-¿Qué es esto? -le pregunté a Richard, que estaba a mi lado, cruzado de brazos.
-Una vez vine a dar un paseo por aquí y los encontré por casualidad empacando para irse. Quise avisarte, pero no me hiciste caso.
-¿Por qué se irían? -dije más para mí misma que para él.
-Eran judíos. -Sentenció firme, aunque en su voz había una pizca de resentimiento-. Son enemigos del régimen, y decidieron irse cuando se enteraron de que vendrían los alemanes.
-Eran rubios -comenté confusa- no diferían demasiado de un ario.
-Da igual el físico, los nacionalsocialistas creen saber más que nadie y se creen con el derecho de aniquilar a quien les de la gana.
Rodeamos la casa en silencio y Richard se sentó sobre una roca plana desde la que se veía el lago. Era definitivamente una buena vista. Sacó un paquete de su bolsillo y lo abrió. Era un pedazo de pastel, lo partió y me tendió la mitad.
-¿Pero qué sentido tiene eso? -pregunté finalmente.
Él se encogió de hombros.
-Ninguno, ¿ahora me entiendes?
Asentí, aquel día me había hecho consciente de cosas de las que no quería serlo. Le miré a los ojos, que a la sombra eran celestes y no morados y asintió de vuelta. Tal vez no me disgustase tanto su compañía, al fin y al cabo, había logrado hacerme dejar a Franz de lado.
Hola!
Parece que ya vuelvo a estar en marcha! Parece ser que Franz no es tan bueno y Richard no es tan malo? Si habéis leído mi otra novela, podréis hacer una conexión entre ambas, aunque definitivamente no hace falta haberla leído para entender esta ya que son historias independientes.
Espero que os haya gustado y à bientôt.
-S v H
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El abismo que nos separa | Segunda Guerra Mundial
Historical FictionPrimero nos invadieron. Ocuparon nuestra hermosa patria como si tuvieran el derecho a ello, solo por el prestigio que creían que unos cuantos kilómetros de tierra les otorgarían. Se instalaron en nuestros hogares como su fueran los suyos, pues técni...