Capítulo 37

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Gérardmer, septiembre de 1940.

Tres semanas después, había recuperado la forma lo suficientemente como para volver a la rutina. Franz había tenido que ir a trabajar todos los días, pero cuando regresaba por las tardes no se movía de mi lado. Aquello había estrechado nuestro vínculo. Seguíamos siendo quienes éramos, pero tras la puerta cerrada de mi habitación, podíamos permitirnos comportarnos como una pareja normal.

Emmanuel no había parecido inquietarse por la constante presencia de Holzmann a mi alrededor, y, aunque se veía preocupado por mi salud, se mantenía relativamente estable y apenas había tenido crisis. Mi enfermedad no era algo fácil para ella, y, sin embargo, mi madre parecía haber recuperado parte de su cordura. Hacía tiempo que no se preocupaba tanto por mí. Ya no pasaba tanto tiempo evadida en la parroquia, y se estaba esforzando en ser una buena madre tanto para mí como para mi hermano.

El doctor Schulz había hecho un seguimiento intensivo de mi enfermedad. Tanto que al final había acabado por perder el miedo a las agujas.

-La veo bien, señorita Fournier -dijo en una de sus últimas visitas.

Sonreí. El doctor era un hombre serio, pero me resultaba muy agradable.

-Estoy mucho mejor. Muchas gracias -él me devolvió la sonrisa.

-Aunque no se ha librado usted de mí todavía. Tendré que venir cada dos semanas a extraerle sangre para analizarla, hasta comprobar que no quedan rastros de la bacteria. Mientras tanto, le recomiendo que no manipule alimentos que vayan a comer otras personas y que se lave las manos regularmente. Aunque su familia está vacunada, hay que actuar con la mayor precaución posible.

Asentí.

-De nuevo Gracias, Herr Schulz.

-No hay de que, Fraulein Fournier, es mi trabajo garantizar que se encuentra bien -se dirigió a mi madre-. Y ya me dirás cuándo nos vemos, Adèle.

Las mejillas de mi madre se pusieron tan rojas como el pintalabios que llevaba en aquel momento.

-¡En la parroquia, por supuesto! ¿Dónde si no? Espero que vaya al evento que celebramos el sábado -se apresuró a responder, visiblemente alterada.

El doctor se sonrojó tambien.

-Desde luego -murmuró él- en la parroquia... ¿Cómo olvidarlo?

Schulz recogió sus cosas y salió cabizbajo de la casa, y yo decidí que olvidaría aquel episodio por mi propio bien.

Madame Delphine había venido a visitarme y había lamentado informarme de que debía prescindir de mí para contratar a alguien que estuviera más disponible que yo. Con mi hermano de nuevo estudiando en Lyon, nos habíamos quedado casi sin ingresos. Desde que los alemanes habían ocupado las demás propiedades de la familia, los inquilinos no nos pagaban ni una cuarta parte de las rentas que solíamos percibir antes de la invasión.

Aquello de momento no suponía un problema, ya que teníamos ahorros y herencias, pero el dinero no era infinito y si tanto mi hermano como yo estudiábamos, terminaría por acabarse. Mi madre, que más o menos había vuelto a la realidad, ya había comenzado a buscar trabajo y yo también intentaría trabajar hasta que me decidiera por estudiar.

El primer día que por fin pude salir de casa, fui a mi nuevo rincón favorito del lago, la casa abandonada de los Dubois. De camino, encontré el calcetín que tanto había disgustado a Pierre hacía ya meses. Se me escapó una lágrima al recordarlo, había sido un buenísimo amigo, pero la estúpida política había sido su perdición. Recordé también a Richard, él me había enseñado el lugar. Me senté sobre aquella roca y me permití llorar en silencio.

Cuando me sentí más tranquila, saqué un libro de la mochila de cuero que Jean me había traído de Casablanca en uno de sus viajes, y disfruté de la lectura y del aire fresco durante toda la tarde. Aquello era exactamente lo que necesitaba después de semanas respirando el ambiente cargado de mi habitación.

-Imaginaba que te encontraría aquí -la voz de Franz detrás de mí llamó mi atención. Me giré. A juzgar por el uniforme gris que llevaba, volvía de una de sus reuniones en Alsacia.

Me ruboricé al ver lo atractivo que estaba a la luz dorada de justo antes del atardecer.

-¿Cómo podías saberlo?

Él ladeó la cabeza, sonriente, y a mí el gesto se me hizo irresistible.

-Me conozco este lago como la palma de mi mano -se sentó a mi lado y su proximidad hizo que una extraña sensación de calor invadiera mi cuerpo-. He visto a Hübsch alguna vez aquí, y creo que te conozco lo suficientemente bien como para saber que te gusta esta zona.

Le miré directamente a los ojos, fascinada.

-Increíble -las comisuras de mi boca se torcieron hacia arriba en una amplia sonrisa-. Está claro que tienes un don, Franz Holzmann.

-Saber anticipar las reacciones de los demás es lo que me hace tan buen estratega -en aquel momento me sentía como si flotara sobre una nube. Franz era absolutamente maravilloso. La sensación era tan embriagadora que incluso había dejado de importarme que fuera un oficial alemán.

-Me encantas -dije, casi sin pensar, acercándome cada vez más a él.

Él entendió mi gesto y se acercó para besarme. Yo metí la lengua en su boca, como había leído una vez que "hacían las chicas francesas". Él emitió un extraño sonido, pero continuó, moviendo su lengua y sus labios ávidamente contra los míos.

Noté una sensación ardiente en la parte baja del abdomen pero no me sentí culpable. Comencé a tocar partes de él que no había tocado nunca y él hizo lo mismo conmigo.

-Quiero más -me sorprendí a mí misma diciendo. Él se detuvo en seco y me miró preocupado.

-¿Estás segura? -dijo, acariciando mi rostro con delicadeza-. No quiero hacer nada de lo que te puedas arrepentir.

En aquel momento sentí que estaba preparada para entregarme. Todo lo que estaba sintiendo en aquel momento me volvía loca y además estaba segura de que quería a Holzmann de esa manera.

-Estoy segura -asentí vigorosamente.

Franz suspiró.

-Si en algún momento te duele, no dudes en decírmelo.

Mentiría si dijera que mi primera vez fue maravillosa, o si dijera que no fue dolorosa, pero el respeto y el cariño con el que Holzmann me hizo el amor aquella tarde, el cielo rosado, las aguas plateadas de lago y las luces de Gérardmer en la otra orilla hicieron de ella una experiencia que no olvidaría jamás.

Cuando hubimos terminado, dejé caer todo mi peso sobre la hierba fresca y suspiré, mareada por el esfuerzo. Sentía algo de dolor en la entrepierna, pero estaba eufórica.

-Ha sido... -no sabía cómo describirla, así que suspiré de nuevo.

El se tumbó a mi lado y me tomó la mano.

-No hace falta que digas nada, que sepas que te quiero, Fournier.

Me perdí una vez más en los ojos de Franz.

-Y yo a ti, Holzmann.


El abismo que nos separa | Segunda Guerra MundialWhere stories live. Discover now