Capítulo 36

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-Con que se encuentra mal, señorita Fournier... -murmuró el doctor Schulz mientras guardaba el estetoscopio y sacaba un termómetro de su bolsa-. Al menos le consolará saber que su respiración y el latido de su corazón son normales.

Werner Schulz era el practicante de Gérardmer, e iba a los domicilios de quienes requirieran su atención. Se trataba de un simpático alsaciano de mediana edad profundamente antifascista que había encontrado su lugar en nuestro pequeño pueblo. Era muy amigo de Madre y de Lafitte, y cuando me desvanecí de nuevo al entrar en casa, Madre le había llamado asustada.

-Peor que mal, doctor Schulz. Creo que nunca me he encontrado peor que ahora mismo... -murmuré con un hilo de voz mientras él colocaba el termómetro en mi axila.

-¿Y cuáles son sus síntomas?

-Dolores... de cabeza, de tripa, de todos los músculos del cuerpo. Náuseas... y bastante diarrea.

El doctor miró el termómetro.

-Parece que tiene usted fiebre... nada menos que treinta y nueve grados-. Guardó el termómetro y agarró el bajo de mi camisa. Le miré extrañada-. ¿Me permite? Necesito comprobar algo.

Asentí, perpleja, y él observó detenidamente la parte superior de mi abdomen.

-Tiene usted roséola en el pecho... -de pronto, estaba inusualmente serio. Me miró a los ojos, parecía preocupado.

-¿Y qué significa eso?

El doctor tomó mi mano y la estrechó. En aquel momento, supe que tenía que temer por mi vida.

-No quiero alarmarla, pero tiene los síntomas de la fiebre tifoidea -me dio un vuelco al corazón, aquello era muy grave. Sin embargo, no tenía ni idea de cómo había podido contraerla-. Tengo que tomar una muestra de sangre para comprobarlo -dijo, cogiendo unos extraños instrumentos de médico de su bolsa-. Deme su brazo.

Extendí el brazo y él ató una cinta encima de mi codo. Yo siempre había tenido pavor a las jeringuillas, pero en mi estado y después de que me hubieran dicho que tenía esa enfermedad, la jeringuilla parecía el menor de los males. Miré hacia la pared para no ver cómo me la clavaba, no quería desmayarme por tercera vez.

-Respire hondo -sentí la aguja perforar mi piel-. Ya está -dijo antes de que pudiera darme cuenta de que ya no tenía la jeringuilla dentro.

Me enseñó tres diminutos tubos de cristal llenos de mi sangre, que guardó en una delicada caja de metal, y yo sentí cómo me bajaba la tensión.

-¡Adèle! -el doctor llamó a mi madre, que entró corriendo en mi habitación.

Suspiré, lo último que necesitaba mi madre era saber que tenía una enfermedad como aquella. Aquello terminaría por volverá completamente loca. Sin embargo, tenía que saberlo, había que tomar unas precauciones extremas si no quería contagiar a los demás.

-Sospecho que Céline puede haber contraído la fiebre tifoidea.

Mi madre se puso lívida y yo sentí unas ganas terribles de llorar.

-¡¿Qué?! -agarró a Schulz por los hombros y lo zarandeó-. ¡Dime por favor que es una broma de mal gusto!

Schulz frunció el ceño, ofendido. Yo rompí a llorar.

-¡Por supuesto que no, Adèle! ¡Sería de muy mala educación bromear con la salud!

Mi madre se llevó, literalmente, las manos a la cabeza. Supuse que iba a gritar algo, pero el doctor se le adelantó.

-Necesito hacer un cultivo bacteriológico de su sangre para asegurarme. En tres días regresaré. El pronóstico no es tan malo, pues se ha comenzado a emplear un nuevo fármaco, muy eficaz, la penicilina. Si me permiten que la trate con penicilina, puede recuperarse sin complicaciones.

-¡Lo que haga falta! -exclamó mi madre, desesperada.

-Lo que haga falta -la secundé. Haría lo que fuera para no morir. Al menos, no de esa manera.

-Estupendo -el doctor Schulz pareció tranquilizarse también-. El problema ahora será quién se ocupa de usted mientras está enferma. No queremos que nadie se contagie.

-¡Lo haré yo! -Franz había aparecido de pronto en la habitación-. Estoy vacunado.

Mi madre lo abrazó.

-Gracias, cariño.

No pude evitar sonreír al ver la cara del doctor al contemplar aquella extraña escena.

-He de irme... -murmuró, visiblemente confuso-. Llamen por cualquier cosa que necesiten.

-Muchas gracias a ti también, Werner -mi madre suspiró y el doctor desapareció de allí tan rápido como pudo.



Pasaba la mayor parte del día en cama, vomitando y leyendo los libros que Franz me traía. El hombre tenía buen gusto, pues todos me cautivaban al instante. Schulz había confirmado que habían encontrado Salmonella Typhi en mi sangre y mi madre y mi hermano habían entrado en pánico y habían hecho una limpieza a fondo de la casa. Se habían vuelto tan paranoicos que Franz tuvo que hacerse con unas vacunas que el doctor les aplicó para que no se contagiaran.

Por lo que Franz me contaba, se había hecho una inspección en el pueblo para averiguar qué había podido transmitirme la enfermedad, pero no se había llegado a ninguna conclusión. Se había puesto a la población sobre aviso, para evitar un brote, y se habían proporcionado vacunas. Por suerte, parecía ser un caso aislado, pues nadie más se había contagiado.

Franz se sentía culpable. Creía que la había contraído en Alemania y se flagelaba a sí mismo reprendiéndose constantemente que era su culpa, por llevarme a Alemania con él. Por lo visto, Ziegler le había informado de algún caso suelto de la enfermedad en Friburgo. Yo le insistía en que por supuesto la culpa no era suya, que podía haberle pasado a cualquiera, pero él insistía en que podía haberse evitado.

Había pasado una semana y aunque la enfermedad no se había ido todavía, el tratamiento que el doctor Schulz me había recetado parecía estar atenuándola. Yo me alegraba, pero al solo poder alimentarme de sopas y cremas, había perdido mucho peso y me veía todavía más esquelética, cosa que siempre me había preocupado.

Mi hermano entró en mi habitación con un plato de sopa y se sentó en el borde de la cama para acompañarme mientras comía. Lo observé, no sabía cuándo había regresado, pero estaba inusualmente guapo, y sonreía, cosa que nunca había hecho.

-Jean-Jacques... -murmuré, estirando el brazo para acariciar su barba de varios días.

-¿Jean-Jacques? -aquella voz, que no era la de mi hermano, me devolvió a la realidad. El que estaba ahí sentado no era mi hermano, sino Franz.

-¡Franz! -exclamé asustada-. Me ha debido de subir la fiebre, estoy delirando de nuevo.

-No te preocupes -sonrió y dejó un libro sobre mi mesilla-. Para cuando termines el que estás leyendo.

Me sonrojé al recordar un delirio que había tenido en el que había acabado gritándole a Franz que por favor no me pusiera los cuernos con Wilhelm. No entendía cómo seguía soportándome después de todo aquello. Y sin embargo, allí estaba todos los días para servirme la comida y administrar el tratamiento.

Ya no tenía duda, amaba a Franz. Él era la persona adecuada para mí.

El abismo que nos separa | Segunda Guerra MundialWhere stories live. Discover now