Capítulo 32

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Caminamos por las calles de Friburgo agarrados del brazo, disfrutando de los últimos momentos de intimidad que íbamos a poder tener aquel día, admirando el atardecer. Las calles de la parte vieja estaban atravesadas por estrechos canales en los que los niños hacían navegar sus barcos de juguete, y techadas por ramas que llegaban de un lado a otro formando bóvedas y, desde cualquier punto de la ciudad, situada en una depresión del relieve, se veían las montañas que la rodeaban.

Nos sentamos en un banco y él rodeó mis hombros con su brazo. Recosté la cabeza en la curva de su cuello y nos quedamos un rato en silencio, apreciando los últimos rayos de sol.

-¿Y si no vamos a la fiesta? -preguntó Franz.

-Pero era importante para ti...

-No, no lo es. Solo quería ir para ver a Ziegler, pero estoy tan bien ahora que me quedaría así contigo para siempre.

-Es maravilloso no tener que preocuparnos por que la gente nos descubra. Poder ser nosotros mismos -dije, abrazándome a él.

Él me dio un beso en la sien.

-Exactamente. Aquí simplemente somos Céline y Franz, no somos el malvado alemán y la francesa fácil. Odio que nos califiquen de esa manera, sobre todo a ti. No pueden descalificarnos por lo que sentimos.

-Pero quero que vayas a la fiesta. Hemos venido a Alemania por eso.

-No hemos venido para eso, la fiesta es una mera excusa. Hemos venido para hacer algo juntos, Ce. -Sentí cómo mi interior se derretía ante sus palabras-. Si estás tan segura, vamos, pero si no, yo no tengo problema incluso en volver ya a Gérardmer.

Me incorporé y le cogí de las manos.

-Estoy segura. Además, me encantaría saber cómo se divierten los de esa especie.

Él se levantó.

-Que así sea entonces, pero cuando quieras marcharte, no tienes más que decírmelo.

La fiesta era en un opulento salón del casino de Friburgo, la sofisticación era tal que incluso me sentí intimidada al entrar. Me sorprendió el número de asistentes, y sus vestimentas. Algunos, incluidas la mayoría de las mujeres, el traje típico del lugar; los demás, vestían los uniformes negros de gala de la SS. Reían y bailaban, ajenos a todo. Sentí que Franz y yo desentonábamos, yo llevaba un sobrio vestido oscuro, y él, un sencillo traje de verano de color beige. En una tarima, una banda tocaba música alemana.

Había mesas a ambos lados de la sala, y sobre ellas, bandejas de canapés que tenían un aspecto exquisito. En una esquina, había una barra donde un camarero servía champán a unas mujeres rubias. No pude evitar compararme con ellas. Llevaban vestidos largos de color oscuro con bordados complicadísimos y mantillas sobre los hombros, y su pelo estaba recogido en intrincados regogidos, pero, exceptuando eso, no parecían muy diferentes a mí.

Sin embargo, allí estaban, celebrando y emborrachándose mientras cientos, o tal vez miles de personas morían en la guerra o desaparecían en circunstancias misteriosas.

-¡Franz! -una voz a nuestras espaldas nos sorprendió. Nos giramos para descubrir a Ziegler. También traía puesto su uniforme.

-¡Wilhelm! -este se inclinó hacia Holzmann y, aunque parecía que se iban a abrazar, acabó por tenderle la mano incómodamente. Intercambiaron unas palabras en alemán y ambos centraron su atención en mi.

-¡Fournier! Me alegra que hayas venido -me dio dos besos-. Vas a adentrarte de lleno en la cultura burguesa alemana.

Me guiñó un ojo, le dijo algo más a Franz y desapareció.

El abismo que nos separa | Segunda Guerra MundialWhere stories live. Discover now