Capítulo 2

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Arras, le 16 décembre 1939.

Querida Céline,

He recibido tu carta esta misma mañana y no te imaginas lo feliz que me ha hecho. Siento haber estado tanto tiempo sin contactar con vosotras, pero la vida en el cuartel es terrible, siempre realizando una tarea tras otra. Desde que me ascendieron a Sargento tengo que llevar a cabo una cantidad inmanejable de tareas. Agradezco no estar combatiendo, se habla de la repatriación de cientos de soldados destinados en el Sarre por una epidemia de tuberculosis. ¿Te lo imaginas? Nosotros tenemos miedo, somos el batallón más cercano a la frontera y el ejército alemán avanza peligrosamente. Crucemos los dedos por que nada pase. Espero también que Madre y tú estéis bien, no sabes lo que desearía estar en casa, me duele pensar que vais a estar solas. Ojalá vuelva pronto, pero mientras tanto, seguimos en contacto.

Mis mejores deseos para estas fiestas, mucha alegría y un beso,

Jean.

Releí la carta por enésima vez, abracé el sobre y lo dejé sobre mi pupitre.

-¡Céline! ¡Te estamos esperando!

Bajé corriendo las escaleras, Madre me esperaba frente a la puerta. Pierre estaba con ella, le abracé.

-¿Qué haces aquí?

-He venido a acompañaros. -Sonrió y no pude evitar pensar que la chica que fuera su novia sería muy afortunada.

Nos introdujimos en el automóvil. Mi hermano había sido dado de baja del ejército porque como Jean había dicho en su carta, había contraído la tuberculosis. El invierno estaba siendo extremadamente frío, y la enfermedad había vuelto a causar estragos. El ambulatorio de Gérardmer se quedaba corto para una enfermedad de tal gravedad y lo habían trasladado al hospital de Estrasburgo.

Vivir en el pueblo era agradable, todos nos conocíamos y nos llevábamos bien, no nos faltaba de nada y poder perder la mirada en el lago era el mejor de los regalos. Sin embargo, cada vez que teníamos que llevar a cabo un trámite o hacer algo fuera de lo común teníamos que conducir hasta la gran ciudad. Gérardmer era grande, y estaba bien conectado con Estrasburgo por carretera y por ferrocarril, pero los habitantes de muchos otros pueblos más pequeños no gozaban de esas facilidades.

-¿Sabéis qué se dice? -Pierre rompió un largo silencio.

-¿Qué?

-Que los alemanes están totalmente locos. Cuentan, aunque no sé cómo de cierto será, que en Polonia obligan a los judíos a llevar un brazalete distintivo. Se dice, incluso, que algunos desaparecen sin dejar rastro.

-¿Por qué iban a hacer eso? -murmuré sin darle mucha importancia.

-Para aislarlos. No les gustan y de esa manera no se mezclan con la población autóctona.

-No creo que pase, no tiene sentido... -y un incómodo silencio se formó de nuevo en el vehículo.

-Quiero decir... -continué un rato después-. Estamos en guerra, son el enemigo, pero no creo que sean tan malos... ¿Quién te lo ha dicho?

-Tengo contactos -retiró un rizo castaño de su frente-. Y supongo que leo mucho.

-Claro... tú sabes alemán.

-Céline... Tengo miedo, no sé qué va a ser del país si nos invaden

Tomé su mano, ambos temblábamos.

-No lo harán -murmuré poco convencida.

En el fondo sabía a los alemanes capaces de todo.

Llegamos al hospital de Estrasburgo. Madre estaba inquieta, allí había perdido a su marido y en ese mismo lugar estaba su hijo herido y enfermo.

El edificio, construido en ladrillo y pintado de blanco, era imponente por su tamaño y por la sensación de asepsia que transmitía. Emmanuel estaba en la segunda planta, en una habitación aislada, la 32.

-Aquí es -la enfermera se detuvo frente a la puerta y nos invitó a pasar-. Les recomiendo que no tengan contacto directo con el paciente, se encuentra bien pero no es conveniente que inhalen del mismo aire que él, la tuberculosis es altamente contagiosa.

Madre llamó a la puerta.

-Pasa -respondió una voz ronca al otro lado.

Abrimos. Emmanuel estaba de pie, mirando por la ventana de espaldas a nosotros. Se mantenía derecho, pero a través del pijama se intuía un cuerpo huesudo y consumido. La escena se congeló durante unos segundos, pero la magia desapareció cuando se dio la vuelta.

Una lágrima de impotencia descendió por mi mejilla. La persona frente a nosotros no se parecía en nada a la que se había marchado hacía unos meses. Solo si me esforzaba podía reconocer a Emmanuel entre tanta demacración. Habían pasado semanas, pero su rostro había envejecido una década en aquel tiempo.

Sentí unas ganas terribles de abalanzarme contra él pero me contuve. Una mano cálida frotó mi espalda. Pierre. Con la otra mano había tomado la de mi madre. Jamás la había visto tan impresionada.

-Emmanuel... -Deberíamos estar desbordantes de palabras después de tanto tiempo, pero éramos incapaces de decir nada.

-Marchaos -sentenció él, con voz ronca y temblorosa-. Me duele la cabeza y necesito descansar.

El abismo que nos separa | Segunda Guerra MundialWhere stories live. Discover now