Salimos de Gérardmer de madrugada, sin desayunar porque Franz me insistió en que teníamos que entrar en la posada de algún pueblo y probar un verdadero pastel de la selva negra. Temía que si me ausentaba sin avisar durante un día entero, mi familia se preocuparía, pero, desde la llegada de los alemanes, parecíamos habernos aislado por completo unos de otros. Cada uno hacía su vida aunque fuera dentro de la misma casa, y a no ser que alguien desapareciera durante varios días, no nos preocupábamos.
Entramos por el paso fronterizo de Neuried, al que llegamos en escasa hora y media, que yo pasé dormida. Sin embargo, me tuve que despertar para enseñar mi documentación.
-¡Unterlagen! -nos gritó desde su cabina un hombre vestido con el uniforme de la SS que no parecía estar disfrutando de su trabajo.
Holzmann sacó sus papeles y yo hice lo mismo. Se los entregamos al policía, que los ojeó durante unos segundos con el ceño fruncido.
-¡Perfekt! -nos los devolvió y seguimos conduciendo.
Apenas habíamos avanzado unos pocos kilómetros cuando el paisaje se transformó de suaves llanuras a abruptas colinas cubiertas de una densa vegetación oscura que ensombrecía las carreteras. A lo lejos, en las laderas rocosas, se veían diminutos pueblos casi absorbidos por el bosque, era una imagen digna de un cuadro o de una postal.
-Es... ¡Precioso! -me atreví a exclamar-. Nunca había visto un paisaje como este.
Franz sonrió sin apartar la vista de la carretera.
-Bienvenida a la Selva Negra. Cuando voy a Múnich en automóvil, pasar por aquí siempre me parece lo mejor del viaje.
Me imaginé a Blancanieves, a Caperucita Roja, los Siete Cabritillos, Pulgarcito, Hansel y Gretel... corriendo por entre los árboles. Eran cuentos alemanes y aquel era un escenario de cuento de hadas, hubiera sido muy divertido criarse en uno de esos pueblos. Me entraron unas ganas enormes de escribir sobre aquel lugar y eché de menos mi cuaderno de campo, en el que apuntaba todo lo que se me ocurría.
-¿Te imaginas pasar aquí tu infancia?
-¡La verdad es que no! Esto no se parece en nada a Berlín, y la verdad es que no renunciaría a las comodidades de la gran ciudad. Wilhelm creció en una posada en medio del monte, puedes preguntarle a él cómo es cuando le veamos.
Le comenté a Franz que seguía sin saber qué estudiar y él me habló largo y tendido sobre sus tiempos en la universidad. Me contó que apenas había mujeres estudiando, pero que las que había eran excepcionalmente inteligentes, y que le apenaba que tan pocas tuvieran la oportunidad de acceder a estudios superiores. También me contó sobre el imperialismo, la gran guerra y cómo nunca se habían cerrado las heridas que se abrieron entonces y por eso estábamos de nuevo en guerra. Me pareció muy interesante cómo todo estaba relacionado y unas cosas llevaban irremediablemente a otras, pero deduje que no era a la historia a lo que me quería dedicar.
Entramos en una ciudad grande, de nombre Baden-Baden. Los edificios eran de colores intensos y las calles estaban cubiertas de flores. Se parecía a Colmar y Estrasburgo, pero me resultó encantadora. Cuando bajamos del coche, la campana de la iglesia sonó nueve veces.
-La hora perfecta para desayunar -dijo Franz, alegre, y me tendió el brazo.
Se lo tomé y caminamos por las calles, él se concentraba en mirar los escaparates, en busca de la mejor tarta, yo observaba fascinada a mi alrededor. Finalmente, se detuvo frente a un local llamado "Gasthof Adler". Juraría haber visto antes ese nombre.
-¿No hemos pasado antes por aquí?
Él estalló en carcajadas.
-No me preguntes por qué, pero por esta zona, todos los pueblos tienen una posada que se llame Adler, si no dos -colocó su mano en mi espalda-. Entremos. Esta vez te invito yo.
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El abismo que nos separa | Segunda Guerra Mundial
Historical FictionPrimero nos invadieron. Ocuparon nuestra hermosa patria como si tuvieran el derecho a ello, solo por el prestigio que creían que unos cuantos kilómetros de tierra les otorgarían. Se instalaron en nuestros hogares como su fueran los suyos, pues técni...