Capítulo 4: La niña Christine

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El canto del gallo me despertó. Abrí los ojos y me estiré en mi cama. Mi camisón blanco olía a jabón de calidad y sabía que me estaba esperando una buena rebanada de pastel de manzanas con crema y una taza de té para desayunar.

Sonreí cerrando los ojos. Vivir con Myriam era mucho mejor que tener que vivir a costa de mi cuerpo, robando y matando a hombres adinerados. Ser doncella de madame Valerius era el paraíso comparado con mi antigua vida. Claro que aquí debía cocinar, limpiar, fregar, lavar, secar, planchar y muchas otras cosas pero estaba tranquila y cómoda viviendo con la señora y la señorita Christine.

Hacía un mes trabajaba para ellas y, gracias a mi ingenio y versatilidad, era capaz de hacer cualquier arreglo simple en la casa, cosa que a madame siempre admiraba.

Me levanté, me vestí y bajé para comenzar con los quehaceres. Comencé limpiando la sala, tratando de dejar el piso lo más brillante posible. Myriam era una mujer apasionada por el orden y la limpieza y yo siempre buscaba superar sus expectativas. Seguí con otras cosas y preparé el desayuno.

Como la joven Christine amaba los dulces y las masas, siempre le preparaba algún postre o alguna masita especial para el desayuno y otra distinta para el té de la tarde, cosa que me hizo ganar su afecto y aumentar el encanto de madame. Las tenía a ambas en mis bolsillos, quizá algún día podría aprovecharme de eso.

Esa mañana, recibí la respuesta de Alice. Al parecer las cosas no iban muy bien y apenas si podían comer. Estaban considerando volver a París, además, Rosie ya estaba establecida en casa de su tía. Rápidamente comprendí que la carta sólo era para pedirme dinero, el dinero que ella me había prestado tiempo atrás.

Lo que no entendía era porqué había demorado tanto en responder pero decidí pasar por alto ese tema.

Cuando la señora Valerius notó mi semblante preocupado, comenzó a hacerme miles de preguntas hasta que tuve que decirle que mi hermana Alice me preocupaba porque no tenía mucho dinero. En seguida me dijo que iba a ayudarme y, aunque traté de negarme, me dio el dinero necesario para ayudarla. Madame Myriam tenía un gran corazón y me trataba muy bien.

Una tarde, la señora y yo salimos a pasear al parque. Hablábamos de cosas sin importancia y nos reíamos mucho. Nos sentamos en un banco a alimentar unos patos. Entonces vi a Eugenne.

Estaba de pie a varios metros de distancia y me miraba fijamente. Yo no sabía si él me había reconocido pero no pude evitar ponerme nerviosa. Comenzó a caminar pesadamente hacia nosotras. Madame se levantó del banco y me dijo que quería comprar una caja de bombones para regalar a Christine.

Tuvimos que pasar junto al policía, que seguía mirándome fijo y yo, que nunca pierdo mi esencia desafiante, levanté la cabeza y le miré de la misma manera. Él hizo una media sonrisa y asintió levemente. Comprendí mi error: si le hubiese mirado como a un desconocido, Eugenne podría haber pensado que se equivocó. Pero al mirarle así, no quedaban dudas: yo era Madeleine Goddard, una sospechosa de la banda de las viudas negras, paseando con una anciana. Me tensé un poco pero continué hablando normal, evitando que madame sospechara algo.

Después de una hora de observar bombones de diferentes formas y tamaños, madame me confió que se trataba de una ocasión especial ya que pretendía anunciarle a Christine que la había inscripto en el Conservatorio. Ella sólo quería levantar el ánimo de la muchacha que, lúgubre, vagaba por la casa llorando en silencio por la pérdida de su padre.

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