Capítulo 39: La alianza de Christine

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Abrí el paquete que Erik me había dado. Consistía en una camisa blanca de etiqueta, un frac, pantalón negro, capa negra, un antifaz y un sombrero de ala ancha también negro. Me miré en el espejo y realmente parecía el fantasma de la ópera sólo que menos huesudo y más bajito. Me reí y me quité el antifaz, el sombrero y la capa. No podía entrar así a la ópera.

Me puse el sombrero y envolví el antifaz con la capa. Tomé el arma y la coloqué dentro del bolsillo del frac. Me sentía disconforme con mi aspecto, me veía extraña dentro de ese traje. Por lo general, usaba colores azules y marrones y ese traje era muy sobrio.

Tomé un pañuelo de seda de color rojo sangre y lo até alrededor de mi cuello. Prolijamente, lo acomodé dentro de mi camisa, desprendiendo hasta el segundo botón.

Bajé las escaleras con parsimonia y la doncella me miró con la boca abierta y los ojos brillantes. Yo sabía que me veía demasiado bien, las mujeres siempre se me quedaban viendo cuando vestía de gala. Si hubiese nacido hombre, habría sido la envidia de mi aldea natal.

- Llevaré las llaves porque no sé a qué hora voy a regresar y no quiero molestarte. - le dije sin mirarla, sabiendo que eso disgusta a las mujeres.

- Sí, señor. Que tenga una buena noche - respondió mientras cerraba la puerta a mis espaldas.

Caminé hasta la ópera, compré un boleto cualquiera y subí sigilosamente hasta los techos. Esperé el inicio de la función y abrí la trampa que comunicaba con el palco cinco. Erik estaba allí. No podía verle pero sentía su presencia, su deliciosa colonia.

- ¿Cuándo entra Christine? - pregunté mortalmente aburrida. Ya había olvidado lo que significaba ir a la ópera.

- Pronto. - respondió Erik - Recuerda que debes ponerte la capa y el antifaz.

- Ya lo sé - repliqué con sequedad.

Entonces apareció Christine con su voz dulce y clara, llenando cada rincón del maldito lugar. Cantaba con el alma, como si se le fuera la vida en ello. Y se veía hermosa, su cabello rubio estaba rizado y brillaba, su vestido parecía hecho a medida, resaltando su bonito y delgado cuerpo, sus formas femeninas. En sus ojos vi esa llama, ese calor, esa emoción... Todas esas cosas que sólo produce el amor, el estar enamorada de alguien.

Sin embargo, Christine no se veía como una mujer sensual, una mujer capaz de despertar los instintos de un hombre. No. Christine se veía pura, delicada, graciosa como un ángel. Era bella como una estrella inalcanzable, parecía tan frágil que pensé que podía quebrarse si un hombre osaba tocarla.

Contuve el aliento cuando cantó la parte más importante, cuando su voz ascendió hasta el cielo y su alma se convirtió en música... No hizo falta nada más que una mirada suya al vizconde para descubrir que esa noche se había entregado a él, supe que sería imposible lograr que se enamore de otra persona, supe que su alma y su mente tenía un dueño y nada iba a cambiar esos sentimientos.

Pasé saliva con cuidado y salí del palco cinco, cerrando la trampa tras de mí. La función aún no había terminado pero necesitaba aire fresco, necesitaba pensar. Christine amaba al muchacho y jamás sería feliz con otro hombre. ¿Podría condenarla a vivir con Erik? Pero, si ella se negaba, Erik intentaría hacer volar París y descubriría la mentira. ¿Qué debía hacer yo?

Me coloqué la capa y el antifaz, luego me escondí entre los piletones que había, aguardando la llegada de los enamorados.

Una hora después, Christine y el chico aparecieron algo nerviosos. Se sentaron uno junto al otro y ella empezó a contarle su historia con Erik.

Christine le llamaba monstruo, sentía lástima por él, le estaba agradecida por la música pero le repudiaba por su deformidad. Entonces le habló de la noche del rapto y de cómo ella le arrancó la máscara, quedando horrorizada, deseando no haberlo hecho jamás. Le confesó al vizconde que no volvió a la casa del lago por las amenazas que él le hizo sino por el dolor que sintió al oír su llanto. También le contó que le había regalado un anillo de oro, cosa que enfureció al chico.

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