Capítulo 1: El destierro

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Capítulo 1: El destierro



Alrededores de Brenburg, Volkovia, 15 de agosto de 1819 CIS (Calendario Imperial Solar)



Vivir escondida, no es vivir.

Vivir atrapada, no es vivir.

Vivir asustada, no es vivir.

Vivir con odio, no es vivir.

Y sin embargo, yo lo hacía. Hacía ocho años que había tenido que escapar de Albia a la otra orilla del Océano del Verano, a Volkovia. Lo había hecho a ciegas, dejándome llevar por aquellos que cuidaban de mí. Estaba mal herida; durante más de nueve meses había estado en coma, bordeando peligrosamente la muerte, y para cuando desperté apenas lograba mantenerme en pie. Por suerte, no estaba sola. Había muchos que no me habían abandonado, y fueron precisamente ellos los que me llevaron a las afueras de Brenburg, donde un buen aliado me había asegurado un castillo en el que poder instalarme junto a los míos y vivir.

Escondidos, pero vivir al fin y al cabo.

Aunque las puertas de nuestro hogar estaban siempre abiertas, en realidad estábamos atrapados. Nadie podía saber que estábamos allí y que seguía viva. Para Albia yo había muerto y mi hijo no existía. Mis hombres habían luchado por ocultarlo al resto del mundo hasta el momento oportuno, el momento de nuestro regreso, y había jurado mantener el secreto. Pero era un secreto duro con el que convivir. Me obligaba a vivir aislada, encerrada en el castillo y no era fácil. El paso del tiempo puede llegar a hacerse eterno cuando no hay donde ir.

Héctor Fern, mi mejor amigo, compañero y asistente personal, no me creía cuando confesaba que sentía miedo. No solía hacerlo. De hecho tan solo lo hice en dos ocasiones, en los momentos de mayor debilidad, pero él nunca me creyó. Después de todo lo que me había tocado vivir en Albia, decía, era imposible. Y en cierto modo tenía razón. A aquellas alturas de la vida no me asustaba la muerte ni el dolor; nada podía hacerme daño. A mí no. Ellos, sin embargo, eran otro mundo. Mi miedo radicaba en lo que podrían llegar a hacerles a mis hombres si los encontraban, sobre todo aquellos cuya lista de delitos superaba con creces las de los mayores terroristas de la historia, pero sobre todo en lo que le pasaría a mi hijo si yo moría. Mi pequeño Lucian había sido mi salvación al despertar y descubrir lo sucedido en la guerra. Aquel minúsculo recién nacido de cabello rubio y ojos azules me había dado las fuerzas que tanto me habían faltado para poder salir adelante. Había sido mi luz, pero también mi sombra. Me había convertido en su prisionera, en su guardiana y protectora, y su supervivencia, por suerte o por desgracia, sí que lograba despertar el miedo en mí.

Por desgracia, tuve que aprender a vivir asustada y con odio. Un odio que, día tras día, iba creciendo más y más en mi interior, eclipsando el dolor y fortaleciéndose hasta convertirme en aquella mujer a la que ya nada podía destruir.

Los Vespasian me habían arrebatado mi país, a mis amigos y a mis aliados; mi futuro, mi marido y mi reputación. Mi vida entera. Y a pesar de todo lo que había hecho por el Imperio, Albia les había apoyado. Aquel maldito país por el que tanto había luchado y tanta sangre había vertido me había enterrado y olvidado. Me había convertido en una sombra... en un enemigo al que odiar. Alguien con quien asustar a los niños... alguien a quien olvidar...

Pero incluso así, mi odio no era para Albia. Mi odio era para aquellos que habían convertido en delincuentes a mis hombres; aquellos que nos habían obligado a huir.

Aquellos que habían asesinado a mi marido.

Tardé muchos años en lograr asimilar la muerte de Lucian. De haber podido luchar a su lado y haberlo visto morir con mis propios ojos todo habría sido diferente. Probablemente lo habría asumido de otra manera. Por desgracia, en aquel entonces yo ya estaba en coma, o como él creía, muerta. Lucian fue asesinado en soledad, sin saber que su mujer seguía con vida en algún lugar del planeta, y aún peor, que pronto nacería su primer y único hijo. Su heredero.

Nyxia De ValefortDonde viven las historias. Descúbrelo ahora