Capítulo 28

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Si te contara de promesas rotas.

Cailin.

Había pasado una semana desde que había llegado aquí, una semana de sentirme sola y vacía —más de lo que ya lo estaba— y es que mis días eran aburridos, por la mañana nos levantaban a las seis para desayunar y luego nos daban infinitas charlas motivadoras sobre apreciar la vida y esas mierdas que personalmente no me importaban. El centro de rehabilitación mental era muy bueno con los temas acerca del suicidio, en serio lo era porque yo no quería volver a intentar hacer una tontería como la que había hecho para ganarme estar interna, no, ya no lo haría.

Debía darle crédito al doctor que nos daba las charlas, sus argumentos eran demasiado convincentes como renegar sobre ellos, ya no intentaría suicidarme, bien, punto a favor para la maldita psicología.

Aunque también debía restarle crédito.

Ya había pasado una semana y yo no sentía mejoras con respecto al tema de Justin. No había podido dejar de pensar en él, ni en sus ojos mieles, ni en su bella sonrisa. Seguía completamente enamorada a lo idiota del muy hijo de puta. ¡Gracioso verdad! Y lo que más me quitaba el sueño —literal— era que no había dejado de soñar con él ni un solo día y eso me enfermaba.

—Cailin.— llamo a la puerta Kate, una de las enfermeras y era la que me caía mejor debo decir.

Me reincorporé en la cama y deje el libro a un lado, le hice un ademan con la cabeza para que me digiera lo que me tenía que decir, porque la verdad, yo no solía hablar mucho en ese lugar, mejor dicho, yo no hablaba con nadie.

—Hay un chico.— la mire con las cejas alzadas.— Es nuevo.— continuó ella.— Dice que te conoce, se llama, ugh. ¿Josh? Creo que era Josh.

¿Josh aquí?

Fruncí el ceño.

—Está abajo, en el salón principal, puedes bajar a verlo ahorita porque no se a que área se lo llevaran. ¿Vale?

Asentí.

Bajé las escaleras en dirección a la sala principal y una vez abajo me dispuse a buscar a Josh.

Josh había sido mi compañero de cuarto cuando estuve en la casa de refugio, habíamos congeniado al instante y nos volvimos amigos. Josh también tenía problemas, no de la clase de los que yo tenía, no, Josh tenía problemas más personales, con el mismo. Me había contado un poco sobre él, sobre lo malditamente alcohólico que era su padre y de lo mal que se había sentido al perder a su madre, me había dicho que estudiaba en un instituto de prestigio —antes de entrar al refugio claro— pero luego de que su padre se entero de que él era gay lo hecho de su casa sin nada, lo dejo a su suerte y él no supo qué hacer.

Josh había deambulado por las calles de Londres por semanas, hasta que dio con la casa de refugio y desde entonces era su hogar, estaba bien. Me comento que su vida iba mejorando hasta que comenzó a recordar los insultos que recibió en el instituto y por parte de su padre. Me dijo que opto por no contárselo a nadie y decidió cortarse para obligarse a guardar silencio.

Guardar silencio.

Ojalá yo lo hubiera hecho.

—¿Cailin?— escuche que me llamaron. Yo volteé todo mi cuerpo y me encontré con sus ojos marrones.

—Josh.— susurre y el corrió a abrazarme.

De Josh Devine habían muchas cosas que me gustaban y una de ellas era que él era sensible, cariñoso. Te hacía sentir bien con solo darte una sonrisa, y eso me dolía. Me dolía que alguien tan puro y bueno como Josh haya pasado por tanta mierda, eso no era justo, pero la justicia no existía.

—Oh, castaña, creí que jamás te volvería a ver.— susurra sobre mi hombro.

Y fue entonces donde ya no pude contener las lágrimas.

El día que había salido de la casa de refugio había platicado con Josh y nos habíamos hecho una promesas un tanto en broma y un tanto seria.

—Prométeme que no volverás a cortarte.— le había dicho mientras lo abrazaba.

—Lo prometo. Y tú prométeme que serás muy feliz con Justin. ¿Sí?— había sonreído como una idiota y le había susurrado un tenue sí. Que estúpida fui.

—Cailin, no llores.— se separo de mí y me vio a los ojos. Desvié la mirada y disimuladamente me limpie los ojos. No podía llorar y menos por Justin.

—Prometiste no volver a hacerlo.— dije mirando sus muñecas, la sudadera se había elevado un poco y podían apreciarse los vendajes que traía. Él hizo una mueca.

—Lo siento. Las promesas a veces se rompen.— dijo cabizbajo.

Lo mire a los ojos y no sé por qué solté una risa enfermiza de esas que se me habían hecho costumbre.

—Oh amigo.— lo abracé por los hombros.— Si te contara de promesas rotas.

Dulce Pecado ➳ j.bDonde viven las historias. Descúbrelo ahora