Caoítulo Diez

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Mírate, ¡mírate!

Trish me coge de las manos y me retira las mangas largas para que ambas podamos ver las cicatrices de los cortes en mis brazos.

Recuerdo esta escena. Trish me pidió que habláramos a solas en la esquina que hay en el patio del instituto, donde no suele haber nadie porque está prohibido estar allí.

Me mira enfadada y triste. Está preocupada.

Recuerdo que ella fue la primera en ver mis cicatrices porque yo me remangué las mangas de la sudadera por error en educación física. Trish se dió cuenta y yo en seguida lo noté. Tuve la suerte de que nadie más lo viera.

¿Por qué te haces esto?— me pregunta, desesperada —¿Por qué te torturas así?

¡Porque no puedo vivir sin esto!— grito, entre sollozos y gemidos —Antes de conoceros yo no tenía amigos. No hablaba con nadie, ¡No tenía a nadie! Esto era algo normal para mí— me suelto de sus cálidas manos y me vuelvo a bajar las mangas —Volver a casa, llorar, cortarme, seguir llorando hasta ya no poder más... es lo más normal para mí.

Pues para.

Miro a mi amiga y ella me abraza con fuerza. Escucho que suerve la nariz, y me doy cuenta de que ella también está llorando.

¿Eh...?

Para— repite —. No quiero verte sufrir así. No soporto ver que te haces esto..., no puedo. Por favor, para.

En ese momento, mi cuerpo se envuelve en una calidez extraña, pero reconfortante. Me siento segura, feliz. Es como si Trish me hubiese tomado las manos y me estuviese sacando poco a poco del agujero en el que he estado metida. Me siento a salvo, libre. Ya no siento más dolor en el corazón.

Correspondo su abrazo y rompo a llorar en su hombro, descargando toda la rabia, la tristeza, la soledad, la angustia y la desesperación.

Entonces, ella se aparta violentamente de mí, y cuando alzo la mirada para ver qué sucede, Trish está ante mí, ensangrentada, con la mirada perdida y la boca llena de sangre que gorgotea. En su estómago hay un enorme tajo del que le cuelgan las tripas y que no deja de salpicar sangre. Sus ojos derraman lágrimas, pero sé que está muerta.

Detrás de ella, aparecen Lindsay y Liz, muertas y llenas de sangre. Tal y como las vi el día que murieron.

¡No! ¡No!

—¡Evolet!

Doy un brinco en el sofá y abro los ojos de golpe. Siento un punzante dolor en el cuello cuando me incorporo. Me he quedado toda la noche durmiendo en el sofá.

—¿Q-qué...?— pregunto, arrastrando las palabras y parpadeando para que mis ojos se acostumbren a la luz del salón. Estoy mareada, y noto como me tambaleo de un lado a otro ligeramente.

—¿La canguro no vino ayer?— me pregunta mamá, agachada donde estoy y con cara de preocupación. Mis ojos se desvían al tazón de cereales que hay en la mesa, medio vacío. Josh se ha levantado y casi ha terminado de desayunar.

Intento hacer memoria y niego con la cabeza. No, no llegó a venir.

—Pues vaya plan...— susurra mamá —. Tendré que eliminar su número y buscar otra canguro...

Me termino de incorporar en el sofá, bostezo y me estiro. Entonces, me doy cuenta de que la televisión está encendida,en el canal de las noticias. Mamá y yo nos quedamos atónitas cuando leemos en el titular la noticia de una chica joven que ha Sido hallada muerta en la calle esta misma mañana, descuartizada.

Mamá reconoce a la chica cuando aparece una foto suya de las redes sociales en la pantalla.

—Oh, Dios mío...— susurra, aterrada. Con eso ya entiendo ya que es la canguro que debió haber venido a casa anoche.

—Creo que tenemos a una especie de Jack el destripador en la ciudad o algo así— se atreve a bromear el periodista. Yo frunzo el ceño y me levanto del sofá. Apago la tele y subo las escaleras hacia mi habitación. Me encierro en esta y me dejó caer sobre la cama, boca arriba y mirando al techo.

Se me devuelven las tripas al recordar el sueño que he tenido. Me miro en el espejo que hay en la pared, al lado de mi escritorio y encuentro la herida en la frente que me hice en el cementerio. La costra está llena de sangre seca y todavía me escuece un poco.

Recuerdo al hombre de la bufanda a rayas, el de los ojos verdes.

Él es el supuesto Jack el destripador. Seguro que ha sido él el que mató a la canguro.

¿Por qué solo mata a mujeres? ¿Por qué sigue ese patrón?

¡Si ella no vive, nadie más lo merece!

Lo recuerdo. Recuerdo lo que gritó antes de que me apuñalara. La tumba, el nombre de la mujer. También me gritó cuando me acerqué a la lápida para leer la fecha de nacimiento y defunción.

Salgo de la habitación y corro hacia la puerta de casa.

—¡Voy a salir!— grito.

—¡Evolet!

Mamá grita mi nombre, pero yo ya he salido de casa, en dirección al cementerio.

El cielo vuelve a amenazarme con una posible tormenta, y yo me he dejado el paraguas encerrado en el cajón de la sala de estar de casa...

Ni siquiera sé cómo pude correr tanto y a tanta velocidad, pero en menos tiempo del que me esperaba, ya estoy frente a las enormes puertas de hierro negro de la verja del cementerio. El miedo me paraloza por completo y mi respiración se vuelve agitada y entrecortada en cosa de segundos.

Penetro en el interior del cementerio y busco las tumbas de mis tres amigas para orientarme, puesto que la tumba de aquella mujer estaba detrás de ellas.

Tras unos largos minutos buscando, la encuentro con una rosa reciente justo frente a la lápida, que parece haber sido limpiada recientemente.

Me agacho con cuidado y acaricio la piedra rasposa de la lápida con las yemas de los dedos y acaricio los surcos de las letras talladas a la perfección.

Susan Woods.

Hay una pequeña dedicatoria en letra minúscula y cursiva. Justo debajo de la misma, está la fecha de nacimiento y defunción.

Saco el móvil del bolsillo de mi pantalón y le hago una foto. Lo vuelvo a guardar y me doy la vuelta para volver a casa, pero unos ojos inyectados en sangre hacen que retroceda de un salto, tropiece con la lápida y caiga de espaldas al suelo.

—¿Qué crees que estás haciendo?

Blood And Tears |Liu Woods|© Book 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora