CAPÍTULO I: CARMESÍ

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La luz de un nublado atardecer se colaba pobremente entre las rendijas de las persianas que cubrían los amplios ventanales de Kitten's Hideout, una cafetería rústica que estaba tiñéndose de los colores dorados y rojizos del ocaso y que, no obstant...

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La luz de un nublado atardecer se colaba pobremente entre las rendijas de las persianas que cubrían los amplios ventanales de Kitten's Hideout, una cafetería rústica que estaba tiñéndose de los colores dorados y rojizos del ocaso y que, no obstante, creaban un ambiente paradójicamente frío.

Los rayos reflejaban las motas de polvo que cubrían el grueso marco de las ventanas y se proyectaban como focos sobre el suelo de parqué rayado con marcas de tonos más claros que los de la madera original. Los fluorescentes de luz blanca empobrecida estaban encendidos iluminando los recónditos rincones de la tasca, a pesar de que el establecimiento desprendía un aire de melancolía y monotonía apagado.

Un olor a café rancio y algodón de azúcar quemado formaban parte de la atmósfera, aunque ninguno de los tres clientes que compartían habitáculo parecía molestarse por el aroma. Se escuchaban de fondo ruidos procedentes del exterior de la taberna, alguna persona estaba gritando y se oía el claxon de un par de vehículos de fondo en medio de un posible atasco.

Un hombre extraño, con unas gafas de aviador que le cubrían sus ojos en su totalidad, vestido de traje gris, corbata y sombrero negro, de constitución gruesa, barba poblada y una edad que probablemente sobrepasaba los cuarenta y cinco años, estaba sentado en la mesa del fondo, leyendo el periódico y lanzando miradas indiscretas hacia todas partes. Tenía un expreso a medio acabar reposando sobre la mesa, al cual daba sorbos breves de vez en cuando lamiéndose los labios después para saborear mejor su amargor.

Dave se encontraba limpiando la barra de granito con la misma bayeta de ayer, y del día anterior, el propietario estaba tan cansado del local que ya ni siquiera atendía necesidades tan básicas como la compra del material de limpieza. Mientras tanto, Dave dejaba volar su imaginación y pensaba en cómo sería escapar por una vez de toda la vida que lo rodeaba. Volar lejos, a un país como Noruega o Finlandia, a pesar de que odiaba el frío por culpa de los intensos inviernos neoyorquinos.

Últimamente le fascinaba la idea de viajar a algún país cálido como México o España, de hecho, le encantaba España. Siempre había soñado con vivir en Madrid, o Barcelona, y poder disfrutar de un sol cálido azotándole las mejillas y el torso en una playa perdida y alejada de los Estados Unidos. También era la excusa perfecta para librarse por un tiempo de su hermana mayor Beatrice y de algunos problemas que lo estaban rondando desde hace unos meses.

De pronto la mirada de Dave se vio atraída por el sonido de la campanilla de la entrada, que sonó con la agudeza seca de un metal oxidado aporreando una piedra hueca. Alguien había cruzado la puerta. Dave alzó el rostro y observó confuso y exhausto al mismo tiempo a la persona que tenía ante él.

—Necesito hablar contigo —. Murmuró con una voz seria una chica de pelo castaño oscuro recogiéndose tras las orejas los mechones de pelo que le caían frente a los ojos, el resto lo llevaba recogido en una coleta que le colgaba sutilmente sobre la nuca. Dave la ojeó de arriba abajo, vestía un uniforme policial, llevaba sujeta al cinturón una porra policial, una lata metálica negra con lo que parecía ser spray de pimienta, unas esposas que colgaban del cinturón y unas ojeras de cansancio absoluto bajo sus ojos. —Ahora —. Matizó la chica agravando su voz.

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