CAPÍTULO II: DESCENSO A LOS INFIERNOS

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—¡Por favor, déjame salir! —imploraba el niño pequeño aporreando la puerta y observando la oscuridad casi absoluta de su habitación

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—¡Por favor, déjame salir! —imploraba el niño pequeño aporreando la puerta y observando la oscuridad casi absoluta de su habitación. Las lágrimas surcaban sobre una de sus mejillas amoratadas. Eran lágrimas de impotencia, de frustración, pero también de miedo, de incomprensión, de rechazo. —Por favor, papá... —Repitió el niño con un aullido gutural dando un cabezazo contra la puerta y suspirando de forma acelerada.

El silencio fue la única respuesta que recibió, y todavía podía dar gracias de que su castigo por dejarse pegar por aquel niño del colegio era poco severo a comparación con el que recibió su hermana mayor Beatrice por interferir en la disputa y defenderlo.

El pequeño Dave podía escuchar golpes al otro lado de la habitación y a su madre gritar y llorar del miedo y el dolor. Un dolor que él no podía remediar de ninguna forma y que también estaba sufriendo y compartiendo en lo más profundo de su corazón.

Dio con su espalda en la pared, rendido y exhausto de tanto llorar y gritar sin ser escuchado, entonces dejó que su cuerpo se resbalase lentamente hacia el suelo hasta quedar sentado frente al muñeco que había sobre el respaldo de una silla de madera. Era una marioneta que llevaba incomodándolo meses, un payaso con una sonrisa malévola que parecía disfrutar de las desgracias ajenas y del cual colgaban cuatro cordoncitos que sujetaban sus extremidades y lo ataban a una cruz de madera pesada de la que jamás podría escapar. Dave sentía incluso que el payaso cobraba vida y sus ojos se movían cuando él no lo miraba. De hecho, había tenido pesadillas constantes con él durante varias noches consecutivas. Pero su padre, no obstante, se había encargado de recordarle que el miedo había que "afrontarlo como un hombre", prohibiéndole que retirara el muñeco de su habitación y obligándole a dormir con él observándole cada noche.

Porque solo así, se convertiría en un hombre de provecho el día de mañana.

Y entonces, mientras Dave lloraba incansable en medio del tenebroso habitáculo al que tanto temía y el cual tenía como dormitorio, el payaso abrió los ojos y lo observó con una gran sonrisa monstruosa.


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Dave abrió inmediatamente los ojos con el pulso recorriendo cada parte de su cuello y su pecho. Sentía que el corazón se la iba a salir por la boca de un momento a otro y unos escalofríos recorrían los extremos de sus extremidades acompañados de una respiración acelerada. Tenía ansiedad de nuevo. Como casi cada mañana desde hace tantísimos años que ni siquiera recordaba en qué momento empezó. Pero se había acostumbrado ya por completo a tener ese tipo de sensaciones desagradables.

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