CAPÍTULO XXXII: PARA LA SEÑORA ALVEY

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6 meses después

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6 meses después. Greenwich, Condado de Washington, Nueva York.

El sol irradiaba de punta a punta sobre un cielo completamente despejado que anunciaba la llegada del verano. Los rayos incidían sobre el jardín de rosales haciéndolo destacar sobre el resto de las zonas verdes de la urbanización de mansiones de las afueras de Greenwich. Elora, vestida con un mono de color añil y un pañuelo aguamarina con estampados florales bordeando sus cabellos castaños, paseaba tranquilamente por el jardín humedeciendo los rosales con un pulverizador de mano. Por el camino pedregoso, tras la fuente, aparecía un trabajador de la hacienda con una carretilla y unos cuantos trastos y paquetes sobre ella junto a hierbajos y harapos húmedos y mugrientos llenos de tierra acompañados de azadas, hoces y palas sucias. Vestía una camiseta de tirantes que llevaba empapada en lo que parecía ser sudor.

—El correo, señora. Hoy se retrasó, disculpe la demora. —Murmuró alegremente con su acento latino extendiendo la mano hacia uno de los paquetes que había sobre una de las cajas de la carretilla y mostrándoselo a Elora. Esta hizo un gesto de despreocupación y le devolvió la sonrisa al joven recibiendo el paquete y observándolo con una mirada neutra.

Dejó el pulverizador sobre un rincón entre las piedras del suelo, y avanzó con delicadeza por la senda que se dirigía hacia puerta trasera de la casona. El gran portón de madera acristalada y los enormes ventanales nítidos y relucientes daban una cálida y elegante bienvenida al interior. «Después de llevar aquí 3 meses, todavía creo que jamás me acostumbraré a los lujos y la belleza de esta gran mansión», pensó Elora apabullada ante la majestuosidad del gran salón que se imponía ante ella.

A medida que caminaba, el único sonido que recorría la gran habitación era el de sus tacones de colores primaverales y flores estampadas colisionando contra el parqué reluciente de la casa junto al sonido de los grillos y los pájaros cantando desde el exterior.

Ascendió con serenidad las escaleras hasta llegar a una habitación palaciega. El suelo era de mármol negro impecablemente pulido, y los muebles de colores negros y dorados dignos de la mejor suite de un hotel cinco estrellas. Elora no se detuvo a observar todos los detalles como solía hacer siempre que entraba, sino que avanzó hacia el escritorio que había en una pequeña abertura de la habitación con vistas a todo el jardín. Dejó caer el paquete en la alfombrilla de polipiel que descansaba sobre la superficie del escritorio de ébano y se sentó en la silla de escritorio con reposacabezas que tenía frente al escritorio. No apoyó la espalda sobre ella, y detuvo fijamente la mirada desconfiada en el paquete.

—Tal vez... —Murmuró para ella misma. —la espera haya llegado a su fin.

Extrajo de uno de los cajones un abre-cartas y abrió el paquete perforando uno de los extremos. En su interior había una cajita rectangular de madera más diminuta de color negro, fría al tacto y mucho más plana de lo que imaginaba. A Elora le recordó vagamente a una caja de puros. En el borde inferior derecho, casi inapreciable, podía visualizarse el logotipo de Erebus, estaba grabado de manera discreta a propósito, con el fin de pasar inadvertido, estaba segura de ello. Llevaba un cordón de algodón de color carne entrelazado simulando una caja de regalo, y una etiqueta colgada en él.

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