CAPÍTULO 24

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Nunca había estado en el cementerio de Fountain Hills.

Siempre había sido un lugar lejano no deseado al cual esperaba no acercarme nunca, o por lo menos no tan pronto.

Solo lo había visto de pasada, y ni siquiera había logrado ver desde lejos los nichos, ya que el muro de piedra que los rodea lo impide. Solo había escuchado de vez en cuando la campana de la iglesia que suena a cada hora.

Pero una vez aquí, una vez traspasado ese muro que parecía mantenerme alejada de las muertes y esas cosas que suponen los cementerios, se ve realmente aterrador.

El muro de piedra atravesado por largas enredaderas de color verde parece incluso más grande, ya que por mucho que quiera ver el pueblo desde aquí, ni siquiera la casa más cercana, no logro hacerlo.

Me concentro en mantener la mirada fijada en el suelo, como el resto de asistentes al funeral de Luka Andersen. Pero me resulta casi imposible estar traqnuila con la silueta del perro del infierno en la otra esquina del recinto. Mirándome, analizándome a detalle, con las manos enlazadas pegadas a sus rodillas, vistiendo un traje negro que resalta el color de su cabello.

Su tranquilidad lo hace lucir más cómodo de lo que debería, dado que estamos en un cementerio, pero se nota que siente que es su casa.

Esta es su casa.

Mire a donde mire, Darío Raeken atrae la muerte, y aunque me cueste admitirlo, sé que siente como en casa tras estas paredes, entre estas tumbas, entre el silencio y la tranquilidad que nos rodea.

Su cabello está tan descuidadamente peinado como siempre, y aunque me concentro en las palabras del sacerdote que inicia la ceremonia, no puedo evitar mirarle de reojo.

Se siente muy extraño saber que él puede tocarme, que ahora él lo sabe.

De alguna manera que no logro explicar, saber que su piel podía arder sobre la mía como hace con las demás, mantenía la tranquilidad de saber que no podía acercarse a mí.

Pero ahora me da más tranquilidad saber que sí puede. Que puede mantenerse a mi lado. Agarrarme de la mano si es necesario, y tirar de mí si tiene que hacerlo.

Todos los presentes nos giramos sorprendidos cuando las puertas de metal suenan a nuestra espalda, abriéndose con lentitud, el metal viejo que la compone chirriando.

Incluso Darío lo hace. Frunce el ceño con sorpresa.

Las siluetas de los gemelos nos congela a ambos en el sitio. Una aparición inesperada por su parte, pero se nota que totalmente planeada.

Azael viste un traje de color negro con una corbata blanca. Sus ojos grisáceos están entrecerrados, y aunque su piel de ese mismo tono resalta con el color de su ropa, se nota el maquillaje que se ha aplicado para intentar ocultar las venas negras que sobresalen.

Amara sin embargo viste un vestido atrevido, de color negro considerado para la ocasión, pero demasiado corto como para que el cura de nuestro frente no frunza el ceño por ello.

La sonrisa en la cara de Amara cuando fija la mirada en Darío es desafiante, y aunque noto desde aquí la tensión que se ha instalado en el lugar, miro a Darío para hacerle saber que no puede hacer nada. No aquí, ni ahora.

Ambos se acercan con parsimonia, dejando al cura impaciente por seguir con sus palabras, y cuando llegan hasta el corro de gente que rodean el ataúd, se colocan a mi lado.

Noto la frialdad que traen consigo, cómo han conseguido enfriar el ambiente en cuestión de segundos.

Estiro el cuello cuando el sacerdote comienza a hablar de nuevo, y aunque lucho por contener la rabia que me produce saber que estos seres han tenido las agallas de asistir al entierro de una de sus víctimas, no puedo evitar apretar los puños.

HELLHOUND | Libro I ¡YA A LA VENTA! ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora