Hay que aprender a cruzar un puente a la vez.
De pronto estoy todo entumecido, a tres cientos sesenta y siete metros de mi cuerpo. Miro mis pies descoordinados tratando de adivinar a dónde se dirigen tan torpemente mis huesos, restregándose unos contra otros como engranaje oxidado a punto de atascarse; ésta será la última.
Una temeraria mano se asoma por encima de la cabeza en busca de la cafetera, de cual burbujas revelan la condición hirviente de su contenido. Me pregunto si las terminales nerviosas podrán aún comunicar de forma efectiva la bastante alta temperatura que ha de tener su asa metálica, de manera que las demás partes del mecanismo corporal puedan consentir retractarse de la inadmisible misión por obtener el tan preciado líquido oscuro.
Supongo no habrán llegado a un consenso, pues a los dedos no les ha quedado más que buscar exponer la menor superficie de piel al contacto del ardiente metal. La reacción tardía provoca que la extremidad entera tenga que modificar, a media trayectoria, la velocidad del movimiento de la cafetera para conseguir verter, a toda costa, el café negro sobre la impecable taza blanca.
La acción correctiva resulta en un genuino desastre. El hombro ha subido demasiado alto, de modo que el codo hubo de recular, buscando evitar la peligrosa probabilidad de derramar café sobre el cráneo, decisión que ha orillado a que la muñeca se retuerza como notable contorsionista para lograr que el café fluya fuera de su caliente contenedor.
Tanto descontrol ha hecho que el caudal se propulse violentamente hacia el fondo de la taza. Su estrepitoso impacto hace que la taza se meza al borde de perder la vertical. Entonces el abundante flujo provoca que pronto suba el nivel del café hasta desbordarse; afortunadamente conteniéndose aún sobre el plato debajo de la taza.
No puedo no imaginar cómo tomar el café, quizá, ha de destemplar algunos dientes o hasta quemar el paladar; pero qué voy a saber yo de sí el café hace bien o mal, o que acaso estas no son solo concepciones mentales. Luego ha de bajar por la garganta, tal vez dando tumbos en forma de espiral; aunque a quién le va importar cómo se precipita el amargo elixir por las entrañas.
Esa inútil especulación me ha distraído de apreciar a detalle cómo se acercó una mano al sobre de azúcar y apretándolo con fuerza entre pulgar e índice de una esquina para consecuentemente, girar cuarenta y cinco grados y luego noventa grados en dirección opuesta, agitando repetidamente con la intención de segregar los granos al fondo del sobre, hasta detenerse en un ángulo cualquiera respecto a su estado inicial. Entonces el pulgar e índice de la otra mano del mismo cuerpo sujetan el mismo sobre de casi la misma esquina y acto seguido su contraparte se retira en un vector saliente del plano del sobre, sin dejar de sujetarlo, provocando que a este se le fracturen algunas fibras entre ambos puntos de sujeción, hasta extirpar una fracción del mismo, y por tanto creando una apertura para que el azúcar pueda ser liberado y así ser invitado a formar parte, de manera similar al café, del poderoso imperio de la taza.
Lo mismo ha sucedido con el empaque desechable de crema líquida, solo que esta operación, un tanto más delicada que el abrir el sobre de azúcar, pues se trata de dos partes complementarias, hechas el uno para la otra, no resultó del todo exitosa. El pulgar e índice de una mano sujetan la pestaña que sobresale como protuberancia de la circunferencia del contenedor plástico y agitan su contenido en un movimiento oscilatorio casi ansioso, entonces el pulgar e índice de la otra mano, similar a la presión ejercida sobre la envoltura del azúcar, no obstante sobre una protuberancia similar, pues aunque de la misma forma que la del contenedor plástico, se trata de la tapa de papel que recubre este mismo contenedor, tiraban de la igual manera a como el pulgar e índice de una mano, qué ya no sé cuál habrá sido, pero qué más da, hicieron con el sobre de azúcar, sin embargo esta vez con desmedida fuerza, de forma que parte de la crema fue impulsada fuera del contendedor y hacia ningún destino premeditado, mientras solo un poco pero suficiente logró cumplir su cometido con el proceso disruptivo de acabar con la amargura del café.
El desconcierto continúa cuando una mano, que sujeta, de manera convencional, una cuchara inmersa dentro de la taza llena de café, crema y azúcar, se agita, tan enérgica y bruscamente, que esparce ardientes gotas de café con grumos de crema y azúcar por doquier, como si se tratara de una erupción volcánica, hasta haber disipado por completo la antes incorrupta opacidad del café.
Todo es culpa de estar tan lejos de mi cuerpo, pensando cómo pienso, tal vez demasiado rebuscado, sin puntuaciones, atropellando una idea con la otra, sin dar más de una oración porque me enredo, porque chocan entre sí los conceptos hasta fusionarse por completo, y dejo de reconocer qué es lo que había pensado y así pierdo el hilo entero de pensamiento, porque de pronto veo todo en todos lados, como la mesa respira y las servilletas empapadas platican sobre mi última taza de café, todo encaja en este triunfal ritual, olvidándome de lo que estoy haciendo, como ahora que mis manos han llevado, espero no ya demasiadas veces, la taza caliente a mi boca para sorber el café que ya no es negro, aunque se podría considerar que aún sigue siendo negro, pues aunque tenga azúcar y crema, acaso el cambiar implica perder la esencia de lo que se es, bueno eso que importa ahora, ocasionando, seguramente, la quemadura que ahora supongo llevo en la garganta y que me hace economizar cada unos de esos sorbos que entran dando tumbos por la garganta, tal como se trompica mi agitada respiración, enmascarando la llegada de mi último aliento.
Las demás personas sentadas en la mesa, quizá interesadas por mi bienestar, miran consternadas mi situación con el café, aunque de seguro han de pensar que lo que me pasa es lo suficientemente normal, pues es razonable atragantarse a muerte cuando el café está demasiado caliente.
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A veces los escritores inexperimentados y descuidados incurrimos en la narrativa autobiográfica como recurso ruin para la introspección.
Te habías ido sin avisar y no te encontraba por ningún lado, como si te hubiera tragado la tierra. Cada que trataba de tomar café me atragantaba porque me recordaba a ti, al cuaderno y la maldita noche en la que nos inoculamos; por momentos prefería que jamás te hubieras aparecido en mi vida.
La narrativa autobiográfica. Pasa al texto 59.
Es razonable atragantarse cuando no se cruza sólo un puente a la vez. Pasa al texto 64.
Odiaba tanto buscarte que jamás se me vino a la mente que sería aún peor encontrarte. Pasa al texto 17.
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Prométeme que jamás escribirás esto
Historia CortaSINOPSIS ¿Por qué un collage de microficciones? Por la misma razón que pasan demasiado tiempo las puertas de los refrigeradores abiertas: todos buscamos respuestas, pero quizá no las encontramos por la misma razón que un ladrón no encuentra a un pol...