2. Sin antifaz

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"Me llama su ángel pero le gusta más jugar con los demonios". D.S

Perdón por la demora, que lo disfruten. Lean las notas al final del capítulo.






Bianca

Era una época fría, la sentía tan fría como si estuviese desnuda en medio de la Antártida.

Cerré las piernas y me ví frente al espejo, el sudor no dejaba de llenar mi frente, mi cuerpo temblaba. Las cosas iban a complicarse si no lo hacía, tenía que hacerlo. Esperé un segundo mientras mi cuerpo reaccionaba al estímulo que le había dado con un hilo de sangre bañando mi piel desnuda.

«Calma, Bianca. Pasará pronto.»

Mi garganta se contuvo, el tiempo había pasado volando. Temía a la tormenta, no quería lluvia de nuevo. Ahogué mis gritos en un breve silencio mientras mis ojos azules se volvieron negros. Pestañeé dos veces, el rostro frío que cargaba se iba convirtiendo en hielo. Había acabado con las cosas que me ataban al pasado, tatuándome en el alma mi presente. Un presente que no debía olvidar, por el que no debía desenfocarme. Estaba hecho, hecho.

—¿Bianca? —la voz de Darío hace que salga de mis recuerdos mientras su mano captura mi cintura.

—Toca antes de entrar. —Sostengo mi mirada en él.

—¿Soy tu marido, no? —entona en forma de burla—. Estabas dormida y no quise molestar antes, hay algo de lo que debemos conversar.

Volteo irritable buscando algunas cremas en mi mesa, ignorando por supuesto su presencia. Mi humor no es el mejor, las ojeras que me cargo empiezan a molestarme. Me duele la cabeza, mis párpados pesan, hay un nudo que no puedo sacar de mi pecho.

—Todo está listo para mañana, la carga va en camino — prosigue—. Aunque... algo se salió de control: los niños murieron.

—¿Qué estás diciendo? ¿Qué mierda estás diciendo?? —mi voz se altera.

—No aguantaron el viaje, Bianca. La policía les disparó pensando que eran narcotraficantes.

—¡Ese era tu maldito trabajo! —grito aturdida.

—No controlamos a la policía todavía, están detrás de nosotros. La asociación con la gente de Hámster hará que no hayan frenos, pero necesito tiempo. Ítalo, el jefe de seguridad, es un bastardo que no se deja sobornar. Voy a llegar a él de otra manera.

Mientras Darío intenta excusarse, solo pienso en la imagen de los niños asesinados. Quería salvarlos, juro que quise hacerlo dándoles otra oportunidad de vida. Nadie pide nacer en la mafia; las niñas iban a ser violadas, los niños maltratados de alguna manera. La policía juega sucio, controlarían a sus padres por medio de los niños. Tenía que intervenir, pero no de esta manera.

Cierro los ojos intentando calmarme, la furia que nace en mi pecho crece de forma agresiva. Soy una asesina, lo soy en todas sus formas y virtudes. No debería lamentarme. Estoy acostumbrada. En este tiempo he matado a mucha gente, pero esos niños no tenían la culpa. Ningún niño tiene la culpa.

—Sus padres están muertos, ¿qué más da? —se exalta—. No entiendo cuál es tu interés en ayudar a esos bastardos. A nadie le importa nuestra vida, Bianca, peor a ellos. Desde que te conocí solo te has dedicado a meter a niños en ese convento y he llegado a pensar que algo escondes, ¿Por qué tu afán de ayudar a esos críos de forma desmedida?

Me quedo en silencio, solo en silencio, entonces agrega:

—Bianca Simone no haría nada por nadie sin algo a cambio —responde inteligentemente—. ¿A qué le temes? —se acerca a mi boca—¿A quién proteges? Le pagas millones a ese renacuajo con hábito, compraste esa mansión vieja para que esos niños vivieran en ella, la monja no solo esconde nuestras mercancías ahí y lo sabes.

Peligroso deseo © [2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora