Jack podría tener la impresión de no haber pegado ojo en toda la noche si no lo hubieran despertado de forma tan brusca antes incluso de que amaneciera. Se levantó de la cama como impulsado por un resorte incrustado en el colchón que lo catapultó de repente hasta el suelo, donde aterrizó de pie al lado de la cama.—¡Maldita sea mi estampa! —exclamó mientras se pasaba los dedos de una mano por el pelo alborotado—. ¿Qué demonios pasa? —No sabía qué lo había despertado.
En un primer momento ni siquiera sabía dónde estaba.
Y después volvió a escuchar el alboroto. Atravesó el dormitorio en dirección a la ventana, que estaba abierta, descorrió las cortinas y se asomó. El amanecer apenas teñía de gris el horizonte. El frío de la noche lo hizo tiritar y por primera vez en la vida deseó haberse puesto una camisa de dormir para acostarse. ¡Allí estaba! Furioso, lo observó pasearse por delante de la casa como si fuera el dueño del universo.
¡Un gallo!
—¡Vete al cuerno! —le ordenó, y el ave asustada abandonó su arrogante complacencia para alejarse a la carrera, aunque acabó recobrando su dignidad.
¡Quiquiriquíiii!
Jack también se alejó corriendo, pero a la cama, después de cerrar la ventana y de correr las cortinas. Cuando se acostó a medianoche fue incapaz de conciliar el sueño. En parte, por supuesto, por la idea de que estaba compartiendo casa con una joven soltera (quien casualmente era la belleza sensual personificada), una situación que ni siquiera contaba con el mínimo de respetabilidad que habría ofrecido una carabina, cuya presencia él había rechazado. Sin embargo, en gran parte se debía al silencio. Había vivido en Londres toda su vida de adulto, desde que volvió de Oxford hacía ya siete años, cuando contaba con veinte. No estaba acostumbrado al silencio. Le resultaba inquietante.
¿Por qué permitían que un gallo correteara tan cerca de la casa?, se preguntó de repente. ¿Acaso iba a despertarlo todas las noches? Porque, al fin y al cabo, no podía decirse que fuera de día... Ahuecó la almohada, que debía de ser la almohada más incómoda y llena de bultos que existía sobre la faz de la tierra, e intentó colocar la cabeza en una posición que le permitiera conciliar pronto el sueño.
Cinco minutos después seguía despierto.
Recordando la imagen de esa mujer ataviada con el resplandeciente vestido de noche de satén. Recordando la cercanía de ese cuerpo voluptuoso cuando la abrazó detrás del roble del pueblo. Y recordando el hecho de que dormía muy cerca de su habitación.
De repente, descubrió que era el peso de las mantas lo que le impedía conciliar el sueño de nuevo. Las apartó, le dio la vuelta a la almohada y la ahuecó a puñetazos, intentando encontrar un hueco mullido y cómodo para su cabeza. Falló estrepitosamente y comenzó a tiritar por culpa del frío, que sentía en los costados y en la parte delantera del cuerpo. Las mantas estaban fuera de su alcance a menos que se sentara para tirar de ellas.
¡Maldición!, exclamó para sus adentros. Ya no podría volver a dormirse. Y ella tenía la culpa. ¿Por qué no se había ido como habría hecho cualquier mujer decente, o al menos por qué no había aceptado la semana de plazo que le había ofrecido antes de perder los estribos? De ser así, en ese momento estaría durmiendo como los angelitos en La Cabeza del Jabalí, en Trellick. Maldita fuera esa mujer, pensó en un arranque de desconsideración. Iba a tener que aprender quién era el amo y señor de Pinewood Manor, y cuanto antes lo hiciera, mejor. Ese mismo día. Cuando llegara el día, claro. Hizo una mueca mientras echaba un vistazo por el dormitorio, donde no atisbó ni el más tenue rayo de luz.
Se sentó en el borde del colchón y se pasó las manos por el pelo. En su día a día habitual ni siquiera se habría acostado a esas horas. Sin embargo, ahí estaba: levantándose. ¿Para hacer qué, por el amor de Dios?, se preguntó. ¿Para desayunar? Los criados, esos que lo mandaron la noche anterior de forma deliberada a cenar en la posada del pueblo, tendrían bien merecido que bajara y pidiera el desayuno a gritos. Aunque sería muy probable que le sirvieran un plato de ternera fría y en mal estado. ¿Y si leía? No estaba de humor. ¿Y si escribía algunas cartas? Claro que la noche anterior había escrito un par de notas para Tresham y Emma que serían enviadas esa mañana junto con la carta dirigida a Bamber.
ESTÁS LEYENDO
Amante de nadie (Adaptación Jelsa)
RomanceElsa Arendelle jamás se hubiera imaginado que se cumpliría la predicción de aquella gitana: «Cuidado con un forastero alto, guapo y de pelo claro...» Creía haber encontrado la paz en Pinewood Manor, la casa que le legó el difunto conde de Bamber, cu...