El pasillo de la planta alta estaba más oscuro que el vestíbulo y la escalera. Solo había una ventana en el extremo más alejado. Sin embargo, ensimismado como iba Jack con sus cosas, no se le ocurrió arrepentirse de no haber cogido una vela hasta que se topó con una mesa y se clavó el pico en el muslo.
—¡Ay! —exclamó en voz alta, tras lo cual soltó unos cuantos improperios subidos de tono y dejó caer la chaqueta y el chaleco para frotarse la pierna con ambas manos.
No obstante, y pese a la oscuridad casi absoluta que lo rodeaba, vio otro desastre inminente: un jarrón que se balanceaba sobre la mesa estaba a punto de encontrarse con un destino fatal. Gruñó, se lanzó a por él y soltó un grito de júbilo por haberlo atrapado a tiempo. Se frotó de nuevo la pierna dolorida, pero apenas tuvo tiempo para aliviar el dolor. Sin saber muy bien cómo, un cuadro enorme con un recargado marco cayó de la pared al suelo con un ensordecedor estrépito, mucho mayor debido a que arrastró en su caída al jarrón, que se hizo añicos, y a la mesa, que volcó.
Jack soltó un improperio muy soez y malsonante al ver el estropicio que lo rodeaba, aunque no lo veía por completo debido a la oscuridad. Se apartó del destrozo y se frotó la pierna. De repente, se hizo la luz, que iluminó la escena y lo cegó en un primer momento.
—¡Está borracho! —exclamó con frialdad la persona que sujetaba la vela.
Jack se llevó una mano a los ojos para protegerse de su brillo. Típico de una mujer haber llegado a esa conclusión.
—Como una cuba —convino con sequedad—. Veo triple y todo. ¿Y a usted qué le importa?
Clavó la mirada en el desastre que lo rodeaba y que ya podía ver con total nitidez mientras se frotaba el muslo. El cuadro parecía pesar una tonelada, pero se internó en el estropicio y se las apañó para devolverlo a la pared. Después, enderezó la mesa y la dejó en su lugar. No parecía haber sufrido daño alguno. Pero en el caso del jarrón se limitó a hacer una mueca, ya que se había hecho añicos.
La vela de la señorita Arendelle lo estaba deslumbrando. Ella se había acercado más a la escena del desastre. Cuando la miró, enfadado todavía aunque también un tanto abochornado, la vio con claridad por primera vez.
¡Por el amor de Dios! No se había parado a vestirse ni a ponerse una bata. Claro que su aspecto no tenía nada de indecoroso. El camisón de algodón blanco la cubría del cuello a los tobillos y las mangas le tapaban hasta las muñecas. No llevaba gorro de dormir, pero tenía el pelo recogido en una gruesa trenza que caía por su espalda.
No podía decirse que estuviera indecente ni mucho menos, aunque sí iba descalza. De hecho, parecía la personificación de la castidad. Pero pese a todo, solo era un camisón, de modo que era imposible no imaginarse lo que había debajo o, más concretamente, lo que no había. Nada en absoluto, suponía. Sintió que le subía la temperatura de golpe y comenzó a frotarse con más fuerza el muslo dolorido.
—¿Que qué me importa? —inquirió ella, repitiendo su pregunta con voz indignada e irritada—. Es muy tarde. Estaba intentando dormir.
—Menuda tontería poner una mesa aquí, en medio del pasillo —replicó él, evitando mirarla en todo momento, de modo que se percató de que su chaqueta y su chaleco estaban en el suelo. Solo iba ataviado con la camisa, las calzas de seda y las medias. ¡Madre del amor hermoso! Era lo que le faltaba. Los dos solos en plena noche en un pasillo en penumbra delante de las puertas de sus respectivos dormitorios... y con un sinfín de pensamientos rondándole la cabeza cuando no deberían hacerlo.
Porque eran pensamientos lujuriosos.
Ella iba armada con la indignación, al menos de momento. Seguramente no sabía ni lo que era la lujuria.
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Amante de nadie (Adaptación Jelsa)
RomanceElsa Arendelle jamás se hubiera imaginado que se cumpliría la predicción de aquella gitana: «Cuidado con un forastero alto, guapo y de pelo claro...» Creía haber encontrado la paz en Pinewood Manor, la casa que le legó el difunto conde de Bamber, cu...