El guardia del coche de postas que viajaba en la parte posterior hizo sonar el cuerno de hojalata en señal de que iba a suceder algo: se estaban acercando a una posada para cambiar de caballos, alguien estaba a punto de pasar junto a ellos en una u otra dirección, había un rebaño de cabras o de vacas o cualquier otra cosa obstruyendo el camino, o se acercaban a un fielato. El cuerno había sonado a intervalos frecuentes durante el largo e incómodo día. Dormir era imposible. Cada vez que Elsa cerraba los ojos, la despertaban enseguida con un sobresalto.
—¿Qué sucede ahora? —masculló Hannah, que iba sentada a su lado—. En la siguiente parada voy a decirle un par de cosas a ese hombre, vaya que si lo haré.
Otro pasajero le dio la razón. Y otro expresó su deseo de que el sonido significara que se acercaban a una posada donde podría comer algo, porque se moría de hambre. En la última parada solo les habían concedido diez minutos. El té y la comida que había pedido no llegaron a tiempo. El hombre siguió con una retahíla de quejas.
Elsa miró por la ventanilla que tenía junto a ella. No veía ninguna ciudad ni ningún pueblo en el horizonte. Pero sí vio otro carruaje que intentaba pasar junto a ellos, adelantarlos, de hecho. El camino no era muy ancho en ese tramo y el cochero ni se apartó a un lado ni aminoró la marcha para dejar pasar al otro carruaje. Eso sucedía con demasiada frecuencia, pensó ella al tiempo que contenía el aliento y se encogía sin pensar, como si de esa forma le dejara más espacio al tílburi. Los caminos estaban llenos de cocheros desconsiderados y de caballeros impulsivos e impacientes a las riendas de sus carruajes de carreras.
Ese tílburi en particular pasó volando. De hecho, no se rozó con el coche de postas por unos centímetros. El caballero manejaba las riendas con suma maestría y una desconsideración casi criminal por su propia seguridad y por la de los pasajeros del coche de postas. Elsa clavó la mirada en el asiento del tílburi. Su conductor miró hacia el interior del coche de postas en ese preciso momento y sus ojos se encontraron durante un instante.
En un abrir y cerrar de ojos el tílburi y el conductor desaparecieron.
Elsa se apartó de la ventana con rapidez y cerró los ojos.
—¡Imbécil! —exclamó alguien—. Podría habernos matado a todos.
¿Qué diantres hacía en el camino que iba a Londres? ¿Acaso no había leído su carta? ¿La habría visto? Pues claro que la había visto.
Mantuvo los ojos apretados con los pensamientos y las emociones convertidos en un torbellino. Llevaba todo el día recordando la noche anterior e intentando con desesperación al mismo tiempo no hacerlo. Pero eso la dejaba con las cavilaciones sobre su futuro y lo que este le deparaba...
El guardia hizo sonar el cuerno una vez más y un pasajero soltó un improperio. Hannah lo reprendió y le recordó que había damas presentes. El cochero aminoró la marcha. En esa ocasión había una casa de postas a la vista. Lo primero que vio Elsa cuando el carruaje entró en el atestado patio fue el tílburi que los había adelantado por el camino diez minutos antes. Un mozo de cuadra estaba cambiando los caballos.
—¡Hannah! —Elsa cogió a su doncella de las muñecas cuando desplegaron los escalones y los pasajeros comenzaron a apearse para aprovechar al máximo el poco tiempo que les permitían—. Quédate aquí, por favor. No necesitas nada, ¿verdad? Nos esperaremos a la siguiente parada.
Hannah se sorprendió, pero antes de que pudiera cuestionar su extraña petición, alguien apareció en la portezuela y le tendió una mano a Elsa.
—Permíteme —dijo lord Jack Frost.
Hannah siseó al verlo.
—No —replicó Elsa—. Gracias. No tenemos que apearnos.
Sin embargo, no tenía delante al caballero afable y sonriente con el que estaba familiarizada. Era el aristócrata serio, enfadado, arrogante y dictatorial que se encontró durante la primera mañana en Pinewood Manor. Sus ojos parecían negrísimos.
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Amante de nadie (Adaptación Jelsa)
RomansaElsa Arendelle jamás se hubiera imaginado que se cumpliría la predicción de aquella gitana: «Cuidado con un forastero alto, guapo y de pelo claro...» Creía haber encontrado la paz en Pinewood Manor, la casa que le legó el difunto conde de Bamber, cu...