Jack tenía la sensación de estar metido en un lago donde no hacía pie. El instinto lo invitaba a alejarse a la orilla para analizar la situación desde una distancia segura. Si volvía a sus aposentos, podría asimilar lo que le estaba pasando. No era muy tarde. Podría cambiarse de ropa e ir a White's, buscar a algunos amigos, descubrir cuáles eran los entretenimientos de esa noche y elegir uno o dos. La vida volvería a tomar un curso conocido y cómodo.
¿Así era como se sentían los hombres con sus amantes al principio? ¿Como si sus almas ansiaran la unión, el consuelo, la paz? ¿El amor? ¿Sufrían todos los hombres la ilusión de que la mujer elegida era su alma gemela?
Debía de ser muy inocente para sentir lo que estaba sintiendo. Sin embargo, sabía con una claridad meridiana que lo que pasó dos noches antes entre Elsa y él en la orilla del río de Pinewood Manor había confirmado lo que siempre había intuido sobre sí mismo: prefería ser célibe durante toda la vida antes que mantener relaciones sexuales por simple desahogo.
La abrazó y la besó en la boca cuando ella echó la cabeza hacia atrás para mirarlo.
—¿Quieres que me quede? —le preguntó. Sin embargo, antes de que pudiera contestar la silenció colocándole un dedo en los labios—. Debes ser sincera. Jamás me acostaré contigo a menos que tú también lo desees.
Elsa sonrió bajo el dedo que la había silenciado.
—¿Y si nunca lo deseo?
—En ese caso, buscaré otra alternativa para solucionar tu situación —contestó—. Pero no vas a retomar tu antigua vida. No lo permitiré.
Le alegró ver que la sonrisa que le regaló fue la de Elsa, no la de esa otra mujer. Una sonrisa que parecía teñida de tristeza.
—¿Acaso es asunto tuyo? —le preguntó ella.
—Desde luego que sí —respondió Jack—. Eres mi mujer.
No su amante. Su mujer. Porque era distinto. Lo había dicho sin pensar, pero sabía que sus palabras eran ciertas. Se sentía responsable de ella. No tenía ninguna obligación legal ni ningún derecho a protegerla ni a exigirle obediencia. Sin embargo, era su mujer.
—Quédate conmigo —dijo Elsa—. No quiero estar sola esta noche. Y te deseo.
Jack estuvo a punto de decirle que podía confiar en él. Había pasado la mayor parte de su vida sin confiar en nadie salvo en sí mismo, a sabiendas de que incluso los seres queridos y más cercanos podían defraudarlo en cualquier momento y convertir la tierra que pisaba en arenas movedizas. Había confiado solo en sí mismo y jamás había hecho algo que pudiera considerar realmente vergonzoso o deshonroso. De modo que podía confiar en él. Sería como el Peñón de Gibraltar con tal de protegerla. Pero ¿de qué forma decírselo sin parecer un chiquillo jactancioso y ridículo?
Tendría que demostrarle que podía confiar en él, simple y llanamente. Y eso solo lo conseguiría con el paso del tiempo.
Entretanto, le había dicho que lo deseaba. Y por Dios que él la deseaba también. El deseo llevaba todo el día corriéndole por las venas, como le sucedió el día anterior, cuando salió en su busca.
La estrechó con fuerza y la besó con ansia. Ella le devolvió el abrazo y el beso. Sin embargo, Jack recordó de repente que apenas media hora antes Elsa estaba sentada en el carruaje y que no se habían detenido desde el descanso en la última casa de postas.
—Vete al vestidor y ponte cómoda —le dijo—. Vuelve dentro de diez minutos.
Ella le sonrió muy despacio.
—Gracias —replicó.
Un cuarto de hora más tarde, Jack agradeció haberle dado ese tiempo. Estaba sentado en el borde de la cama, cuyas sábanas ya había apartado, cuando ella regresó. Solo llevaba los pantalones de montar. Ella apareció con un camisón, tal vez el mismo de la noche que él rompió el jarrón. Era blanco, virginal y la cubría desde el cuello hasta las muñecas y los tobillos. Llevaba los pies descalzos. Se había soltado el pelo y se lo había cepillado, de modo que brillaba como si fuera cobre bruñido. Le caía por la espalda hasta rozarle casi el trasero. Ni desnuda le habría parecido más deseable. Ni siquiera envuelta en el brillo de las cortinas rojas que había esperado encontrar en el dormitorio.
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Amante de nadie (Adaptación Jelsa)
Любовные романыElsa Arendelle jamás se hubiera imaginado que se cumpliría la predicción de aquella gitana: «Cuidado con un forastero alto, guapo y de pelo claro...» Creía haber encontrado la paz en Pinewood Manor, la casa que le legó el difunto conde de Bamber, cu...