Capítulo 4 (Parte 2)

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—Y cada uno una muchacha encuentra.

Jack apretó los dientes con fuerza tras cantar ese verso, mientras cogía al azar un libro encuaderno en cuero de la estantería. Había entonado la canción de buena gana cuando llegó a la casa por primera vez, hacía unas cuantas horas. Sin embargo, y tal como era habitual con ciertas tonadas, se le había pegado y se descubría cantándola o tarareándola en cualquier momento desde entonces, hasta que ya no podía más. Era una canción ridícula, por cierto, con sus interminables estribillos sin sentido.

Y no estaba de humor para cancioncillas ni mucho menos. Se sentía alterado. Y también irritado. Consigo mismo porque había permitido que ella le aguara la fiesta y con ella porque se la había aguado. Y con Bamber... No, con más de un Bamber. Porque estaba furioso con dos Bamber, con el padre y con el hijo. ¿Qué clase de cabezas de familia habían sido? El primero la había enviado a Pinewood Manor con una promesa que se le había olvidado cumplir (o que no había tenido intención de cumplir desde el primer momento) y el segundo ignoraba por completo su existencia.

Por su parte, él había permitido que ella siguiera en sus trece y lo colocara en la vergonzosa situación de tener que compartir la casa con una joven soltera. Guapísima, además, aunque eso no tuviera la menor relevancia. Debería haberla echado. O haberse quedado en La Cabeza del Jabalí hasta que llegara el dichoso testamento para convencerla de que ella no tenía derecho alguno sobre la propiedad.

Jack se pasó las manos por el pelo y miró las cartas que descansaban sobre el escritorio, lacradas y preparadas para ser enviadas por la mañana. Tal vez debería marcharse y conseguir el testamento en persona. O mejor aún, tal vez debería marcharse y enviarle el testamento con un mensajero de confianza, acompañado por una carta formal donde le informaría de que debía irse. Regresaría una vez que ella ya no estuviera.

Sin embargo, sería una cobardía partir con el rabo entre las piernas y dejar que otro hiciera el trabajo sucio en su nombre. Él no hacía las cosas así. Los Frost no hacían las cosas así. Si ella era terca, él podía serlo todavía más. Si ella estaba dispuesta a poner en peligro su reputación al vivir con él sin una carabina, que se preparase para las consecuencias. Su conciencia no se iba a preocupar por ese tema.

Debería acostarse antes de que ella volviera de la cena, pensó. No le apetecía encontrársela esa noche, ni en ningún otro momento, ya puestos. Pero ¡por el amor de Dios, ni siquiera era medianoche! Echó un vistazo a la biblioteca, decorada con un gusto impecable, y su mirada recorrió los mullidos sillones emplazados junto a la chimenea, el elegante escritorio y la reducida aunque magnífica colección de libros, que estaban libres de polvo, se percató. ¿Era una señal de que le gustaba leer? No quería saberlo. Pero le agradaba la biblioteca. Podría sentirse como en casa en ese lugar.

En cuanto ella se fuera.

En ese momento, mientras devolvía el libro a su sitio al darse cuenta de que su mente estaba demasiado distraída para leer esa noche, recordó que no quiso jugar la mano de cartas en la que Bamber apostó la propiedad. Nunca le habían gustado los juegos de cartas. Prefería los pasatiempos más físicos. Le agradaban los desafíos temerarios de los que abundaban en los libros de apuestas de los diferentes clubes para caballeros, sobre todo los que requerían que realizara alguna hazaña física peligrosa o atrevida.

Aquella noche en Brookes's apostó hasta el límite que se había autoimpuesto, y después se puso en pie para marcharse. Había prometido asistir a una fiesta. Sin embargo, en ese preciso momento le comunicaron a Leavering, que lo había acompañado al club, que su esposa se había puesto de parto y que podría dar a luz en cualquier momento, y Bamber, que demostraba una actitud insultante y desagradable porque estaba borracho (como era habitual en él, maldita fuera su estampa), empezó a acusar al inminente padre de plantear una excusa muy lastimosa para marcharse con las ganancias sin darle tiempo a él, al pobre conde borracho, a recuperar el dinero. Le estaba cambiando la suerte, declaró Bamber. Tenía un pálpito.

Amante de nadie (Adaptación Jelsa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora