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«El yasaeng volvió a atacar después de tres días. El paradero de una de las estudiantes es desconocido, la otra se encuentra en el hospital»

La agradable voz de la presentadora anunció el horrible suceso. Agarré el control remoto y cambié de canal, aturdida. Era inútil continuar buscando algún drama televisivo a las siete de la mañana; lo único en emisión eran los noticieros que repetían la misma información.

El 27 de marzo, cinco minutos antes de las nueve de la noche, Hang Yi Ra fue secuestrada a las afueras de la biblioteca de la Universidad YSK. El reporte oficial de su desaparición había sido realizado por la institución educativa un par de horas atrás, luego de corroborar que ningún otro centro de enseñanza hubiera registrado una pérdida similar.

El terror sembrado por los asesinatos había originado una serie de medidas por parte de las escuelas. El hecho de haber recibido la notificación sobre el supuesto intento de privarme de libertad alertó a los bibliotecarios antes de concluir su jornada. El hallazgo de las pertenencias de Hang abandonadas en un cubículo individual, aunado a la revisión de las imágenes captadas por la cámara CCTV —que registraron su salida de la instalación, pero jamás su regreso— confirmaron su rapto.

La joven Yi Ra había sido mi compañera de clase desde el semestre anterior, y, aunque nunca llegamos a entablar una conversación formal, lamentaba profundamente lo que le había pasado. Sentía pena por ella, pero también por mí. Probablemente compartíamos un destino parecido; quizá en unos días estaría en su lugar.

¿Era una simple coincidencia que el ataque de Jaemin hubiese sido con unos minutos de diferencia? ¿Era una casualidad que hubiese sido agredida en el interior del mismo lugar? ¿Era al azar que hubiese decidido fingir salvarme?

No podía pensar con claridad; sin embargo, esa era la nota principal que la prensa pretendía divulgar por todo Seúl antes del anochecer. La cuestión era que los medios también habían filtrado mis datos personales; tanto mi clasificación como la carrera que estudiaba eran públicos.

Y así, la vulnerabilidad me abrumó al ver mi nombre en la pantalla, pero la impotencia me invadió al leer el halago hacia el descendiente de la familia Na. Apreté el control, sintiéndome indefensa, y apagué el televisor.

El principal sospechoso del caso, durmiendo a unos escasos metros de mí, estaba siendo adulado por su falso acto heroico. Era el efecto de la poderosa reputación de los sarang. Era el resultado de su eficaz engaño.

El motivo de la agresión de Jaemin aún era incierto, pero el haber descubierto que era un yasaeng era especialmente problemático. La decisión de alargar mi vida o acelerar mi muerte dependía de mí.

Guardaba silencio durante el interrogatorio o revelaba lo que había sucedido ayer en aquella recóndita estantería.

¿Qué debía elegir? ¿Cuál era la mejor alternativa?

El incidente de la noche anterior surgió brutalmente entre mis recuerdos, agitándome. Rocé la piel sensible, repleta de hematomas, e inconscientemente evoqué la sensación de las manos de Jaemin quemarme el cuello. La incapacidad de oponer resistencia, la percepción de la inminente derrota y el sentimiento de opresión obstaculizaron mi respiración.

El intenso mareo ocasionó que inclinara mi cabeza y el agotamiento físico provocó que hundiera mi pecho; el llanto invitó a mis manos a cubrirme el rostro mientras que el silencio de la habitación incitó a mi torso a flexionarse hacia delante en búsqueda de consuelo.

Intenté ocupar mi mente desde que Hana se había retirado hace una hora para cuidar de su madre, pero era indudable que, aún pretendiendo ser valiente frente a mi agresor, continuaba siendo demasiado débil.

Tres segundos  | Na JaeminDonde viven las historias. Descúbrelo ahora