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«Te veo a las ocho en el café. Sé puntual»

Leí por quinta vez el mensaje que Jaemin había escrito en la diminuta nota amarilla, y bufé, sintiéndome estúpida por haber seguido su instrucción al pie de la letra. Doblé el pequeño pedazo de papel, guardándolo en el bolsillo de mi abrigo negro, y regresé la mirada a la entrada del cálido local para continuar esperando.

El individuo que me había obligado a despertar temprano, bajo la excusa de reunirnos cerca de la universidad para fijar las condiciones de nuestro trato, se negaba a aparecer. Incluso si era martes, día en el que las clases iniciaban hasta las once de la mañana, la tardanza de Na estaba haciéndome enojar. Sin mencionar que el dolor de tener la cabeza torcida, justo en dirección a la puerta principal, estaba comenzando a irritarme después de casi veinte minutos.

Pero si cedía ahora, perdería la protección para Hana. Además, tiraría a la basura la oportunidad de descubrir la verdad detrás de lo que estaba ocurriendo en Seúl.

Inhalé profundamente, acomodándome de manera apropiada en el banco de madera, y cerré los ojos por un instante para disfrutar del relajante olor a café. Recargué la mejilla sobre mi palma y contemplé a la gente a través de la ventana antes de enfocarme en mi celular.

Las noticias sobre el hallazgo del cadáver de Yi Ra cerca del puente Dongjak, así como la desaparición de una estudiante de negocios de la Universidad YSK la noche de ayer, eran tendencia en internet. Y entre los similares artículos publicados, una fuerte crítica hacia la Policía Metropolitana adquirió popularidad.

La nota culpaba al deficiente sistema por permitir que, desde el 16 de enero hasta el 30 de marzo, fueran reportados veintidós brutales asesinatos en distintas zonas de la ciudad. Era indiscutible que se trataba de una cifra alarmante, la cual se mantendría en ascenso debido a los limitados esfuerzos de la fuerza policial; pero, ¿la culpa únicamente recaía en esta organización?

El miedo se extendía con mayor intensidad cada vez que los casos de homicidios incrementaban, y, a pesar de todo, ¿por qué la capital de Corea del Sur parecía haber sido lentamente abandonada por su propia gente desde hace más de dos meses?

Antes de intentar responder la abrumadora pregunta, vi de soslayo a una persona sentarse discretamente en el banco a mi izquierda. La amenazante aura que emanaba del sujeto aceleró mi corazón, mientras que el pesado ambiente que creaba su silencio provocó que el nerviosismo enredara mi lengua.

No esperaba a nadie más; debía ser él.

Entonces, ¿por qué dudaba en voltearme a verlo?

El estuche negro que fue colocado sobre la barra de madera me causó un sobresalto, pero la manera en la que tranquilamente guardaba sus auriculares inalámbricos me motivó a comprobar su identidad.

Incluso si el sombrero tipo pescador que usaba escondía sus ojos; aun si la mascarilla protegía su nariz, boca y mentón, podía decir con facilidad que era Jaemin.

—Pensé que teníamos que ser puntuales —murmuré, volviendo la atención al ventanal delante de ambos—. ¿Ahora también debemos actuar como completos extraños? —inquirí con ironía, molesta por su persistente mudez.

—Preferiría pretender que somos desconocidos —habló con su voz más grave de lo normal—. Nos evitaríamos problemas.

El disgusto que su respuesta me había generado fue suficiente para que chasqueara la lengua. Giré mi cabeza hacia él, ignorando su absurda sugerencia, y analicé descaradamente su interesante atuendo.

El color negro predominaba desde su cabeza hasta sus pies. No había ninguna otra tonalidad en sus prendas de marca; de hecho, ni siquiera había una leve señal de que la ropa estuviera desteñida.

Tres segundos  | Na JaeminDonde viven las historias. Descúbrelo ahora