30. Reparar los lazos rotos

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Víctor

—No hace falta, iré a un hotel, allí me quedo —replico, fastidiado por tanta insistencia.

—Ajá, si —reprocha ella; de brazos cruzados y zapateando su tacón, con su sola actitud me indica que no cederá.

—¡Pero qué necia eres, mujer! —recalco, abriendo los ojos en un gesto exasperado.

Y bien, luego de estar tres semanas internado en el hospital, me dieron de alta. Aún falta que me recupere del brazo, de un esguince en una pierna y que sanen mis costillas, pero ya estoy bien, me puedo valer por mí mismo, pero eso Francesca no lo entiende. Como vendí mi apartamento, me insiste que vaya a su casa, que allí me dará todos los cuidados, pero no quiero incomodarla, mucho menos con su hijo quien es seguro me tomará como intruso.

De pie junto a la cama, me termino de poner la ropa deportiva que Dominic me dio, junto con un par de tenis. A pesar de que me puedo mover, me duelen aún ciertas partes del cuerpo, como el otro brazo y las piernas, torceduras que según el doctor, debía aliviar yendo a terapia.

Cuando acabo de vestirme, me siento al borde de la cama esperando a que el doctor llegue con la autorización para darme de alta. Endureciendo el semblante, confronto a la mujer que me tiene a nada de ceder a su petición, solo por el placer de tenerla todos los días a mi lado.

—En serio que no hace falta, estaré bien, ya me puedo poner de pie solo, imposible no pueda cuidarme a mí mismo —chanto, señalándome el pecho.

—¿Entonces no quieres estar conmigo? —cuestiona, entre molesta y dolida.

Es sincero su gesto, desconcertándome que se porte así. De hecho, desde que nos reencontramos se comporta más emocional, con cualquier cosa salta a la ira o la tristeza. Después de años seduciendo, conociendo y viviendo con mujeres, aún no las descifro del todo. ¿Quién las entiende?

—Créeme que si no estuviera así de jodido, hace rato te hubiera hecho el amor en esta cama —apunto, palmeando a un costado la superficie en la que estoy sentado. Mi declaración la apena, abriendo los ojos en amplitud, sonrojándose enseguida. Sin embargo, sale rápido de su pasmo al cerrar los párpados e inhalar profundo, colmándose de paciencia.

Alguien toca a la puerta, indicándole que pase. El hombre que ingresa a la habitación está en silla de ruedas, vistiendo de traje azul oscuro. Su cabello ondulado lo tiene bien peinado, parece que va a una reunión importante, o viene de una. Está solo, ya que, como es costumbre, Cinthya lo acompaña a todo lado.

—Hola, padre, no pensé que tuvieras compañía —saluda Dominic cuando conduce su silla hacia los pies de la cama.

—Lo siento, vine más temprano y me enteré que le dieron de alta —se excusa Francesca, acercándose a mi hijo para saludarlo con un beso en la mejilla.

Esa imagen me produce calma, a la vez nostalgia de que mis hijos y la mujer que quiero, compartan entre ellos. Que hayan olvidado todo lo que hice y que ahora se encuentren aquí, pendientes de mí, me resulta extraño; tengo que acostumbrarme.

—Sí, eso supe cuando recién llegué. Cinthya fue con el doctor para recoger la orden. ¿Llevan esperando mucho a salir? —pregunta, turnando su mirada en ella y luego en mí.

—Sí, hace como media hora nos dijeron que traerían la orden. —informo, llevando el cuerpo hacia atrás para relajarme en la cama.

—Okay, pues, padre, iremos a la mansión —comunica. Inexpresivo, niego con la cabeza.

—Me hospedaré en un hotel, no hace falta —contrarresto. Mi hijo igual no arruga ni altera alguna facción, dándome a entender que no consentirá.

Cuestión de amor © [Cuestiones III]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora