Parte 32: El habla

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Lincoln se despertó cierto día de forma bastante antinatural: de forma natural. No empezó el día con el berreo de alguno de sus hijos, ni con una mamada o montada de Stella, ni con dolor en alguna parte de su cuerpo, ni con hambre, ni sed, ni sueño. Esta vez simplemente despertó después de una buena noche de descanso. Casi se sentiría bien sino fuera porque se sentía completamente mal. Le había costado cerca de dos meses acostumbrarse de nuevo a la luz del sol, a comer una abundante comida tres veces al día, a una cama mullida, calentita y suave, y a ir al baño cuando quisiera. Sus años de encierro no se habían ido a ningún lado.

Las hermanas Loud habían intentado de todo para que su hermanito volviera en sí, pero nada parecía haber funcionado. No es que él les tuviera miedo a ellas, ni que las culpara de nada, simplemente no respondía con su anterior buen humor y alegría. No respondía de ninguna manera en realidad. Su mirada vacía, las cicatrices que tenía en su cuerpo, y sobre todo sus hijos, eran eternos recordatorios de lo que había sufrido. Lincoln se había recuperado un poco, pero simplemente no tenía ningún impulso ni motivo para hablar. 

Mientras, la familia Loud intentaba confraternizar con sus nietos y sobrinos, respectivamente. Los bebés no eran mucho problema, pues eran iguales a cualquier otro bebé. Jasmin y Kate eran muy buenas niñas; casi no lloraban y comían bien. Sarah y Rachel tampoco representaban gran desafío, pues ambas solían jugar entre ellas y dejaban al resto en paz. Sin embargo, Alex y Ken tenían una manera de comportarse que les recordaba demasiado a Stella. Alex no cesaba de querer estar con su padre cada minuto que podía, pidiéndole que jugara con ella, que la abrasara, que comiera con ella, y repudiaba un poco cada vez que alguien más se acercaba. Por otra parte, Ken tenía cierta afición a abrazar a sus tías, sobre todo a las mayores. Cuando se percataron de ese comportamiento, todos contribuyeron para educarlo de manera apropiada, pues Lincoln poco hacía para evitarlo. 

Ken había pasado los últimos dos meses recibiendo reprimendas por su actitud, algo que nunca había experimentado en sus casi cinco años de vida. A veces le contaba a su padre lo que le obligaban a hacer, exigiendo un cambio, pero Lincoln permaneció impávido. Así, Ken no tuvo más remedio que aceptar lo que le dijeran y obedecer. Poco a poco, la familia Loud le fue enseñando a los pequeños cómo era el mundo en realidad. Era difícil saber si sus esfuerzos daban frutos o no, pero al menos las cosas habían mejorado bastante transcurridos esos dos meses. 

Y pasado todo ese tiempo, llegó una fecha que muchos temen y pocos esperan: el inicio de las clases. Los padres Loud habían concordado en que era lo mejor que los niños fueran a la escuela. Lograron convencer a la escuela de que los niños habían sido educados en casa debido a la doctrina que sus padres les habían inculcado, añadiendo que los padres de los niños eran unos primos suyos y que habían fallecido en un accidente unos meses atrás, y de ahí la falta de parecido físico.

Al final, todo quedó arreglado. Esos días eran más tranquilos, pues los niños ya veían cómo era una infancia de verdad, y no lo que Stella les había enseñado. Por fortuna, parecía que los niños se adaptaron bien a las nuevas condiciones, y que pronto ya dejarían de pensar que su madre estaba bien en lo que hacía. Sin embargo, Lincoln no mejoraba. Comía, dormía, y a veces leía, pero eran libros aleatorios, y no sus habituales cómics e historietas. Todas las hermanas trabajaban con ahínco y sin descanso para traer de vuelta a su hermano, pero nada daba resultado. Le enseñaban sus antiguos hábitos de lectura, le ofrecían la comida que más le gustaba, lo llevaban a los lugares que más le gustaban e intentaban que realizara alguna otra de sus antiguos pasatiempos. Pero Lincoln solo se quedaba quieto, moviéndose cuando ellos se movían, con la mirada fija en un punto indefinido en la lejanía y sin abrir la boca. Varias veces a la semana, la familia Loud oía como Lincoln gemía o gruñía en sueños, mientras se retorcía en su cama, con una fuerte erección sobresaliendo de su pantalón y susurrando el nombre de Stella. Lincoln no dormía mucho, pues se quedaba horas despierto en la noche, temiendo que de algún rincón oscuro, Stella llegara y comenzara a violarlo de nuevo. Cerraba los ojos solo para abrirlos de nuevo en un nuevo temor, y aún cuando por fin llegara a dormirse, se despertaba a las pocas horas, producto de sus pesadillas. El único consuelo de eso era que susurraba con repulsión, asco y rechazo, no con anhelo o deseo. Tal parecía que el último plan de Stella había fallado: Lincoln tenía una voluntad de hierro y se negaba a extrañar a la madre de sus hijos.

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