Capítulo 36

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Un monte.

Un cielo azul.

Árboles.

Flores.

Brisa fresca.

Paz.

Lentamente abrí mis ojos, sintiendo el golpe de la realidad con pesadez. Fue como si una aspiradora succionara el último ápice de tranquilidad que me eclipsaba. La luz resplandeciente cegó mis ojos por un momento, luego, poco a poco me acoplé a ella. Miré a mi alrededor, estaba en una cama, conectado a una intravenosa y otros aparatos que desconocía. La habitación era en su totalidad blanca, como la de un hospital. Me sentía tan perdido; tan confundido.

—¿Do-dónde estoy? —busqué mi voz, que salió ronca y áspera.

—¿Lucas? —reconocí la voz de mi madre, ella se levantó del pequeño sofá en el que estaba y corrió a abrir la puerta de la habitación—. ¡Doctor, doctor! ¡Ya despertó!

Pronto llegó un señor de edad avanzada con dos enfermeras y le pidió a mi mamá que saliera.

—Espere un momento afuera —le dijo el hombre de bata blanca, mi madre asintió y salió, dedicándome una mirada preocupada pero llena de alivio antes.

—¿Dónde estoy? —le pregunté al doctor.

—Estás en el hospital, hijo, duraste una semana en coma después de la operación —me respondió, al tiempo que revisaba la intravenosa y los sueros que tenía conectados —. ¿Cómo te sientes?

—¿Confundido?

El doctor soltó una pequeña risa.

—Es normal, pero síntomas, dolor de cabeza, mareo, ¿sientes algo anormal que te haga sentir extraño? ¿Adolorido? —me preguntó, yo negué.

Quise incorporarme sobre la cama, pero solté un quejido en cuanto mi abdomen se dobló.

—La herida está en proceso de cicatrización, la tuvimos que saturar. La bala que recibiste atravesó tus intestinos, si hubieras llegado minutos después hubieras muerto —comenzó a explicarme ante mi gesto —. Tu estado era crítico, severamente crítico, hijo. Pero pese a las complicaciones la operación fue un éxito. Estuviste en terapia intensiva durante esta semana que estuviste en coma —él se acercó a mí —. Tengo que revisar tu herida, ¿me permites?

Yo asentí, sintiéndome algo perdido y abrumado por toda esa nueva información. El doctor me levantó el camisón de hospital que llevaba puesto y sentí como la presión se me bajaba de la impresión. Tenía una herida grande, que abarcaba casi la mitad de mi abdomen. Mi piel que estaba alrededor de los puntos estaba roja y mallugada. El doctor hizo una ligera presión sobre ella y yo solté un quejido.

—Las enfermeras te limpiarán, y luego veremos si podemos retirar los puntos o esperamos un día más para darte de alta pronto —comenzó a explicarme con voz seria y profesional, pero sin perder su toque amable.

—¿Pude haber muerto?

El doctor me miró, cuyos ojos parecían negros como la noche, y adoptó un semblante serio.

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