Te has puesto las botas? —preguntó la prima Stickles cuando Valancy abandonaba la casa. Christine Stickles nunca olvidaba hacer aquella pregunta cuando Valancy
salía de casa y el tiempo en el exterior era húmedo.
—Sí. —¿Llevas puestas tus enaguas de franela? —preguntó la señora Frederick.
—No.
—Ciertamente no te comprendo, Doss. ¿Quieres coger nuevamente la muerte con uno de tus resfriados? —Por el tono de su voz se diría que Valancy había muerto en varias ocasiones, víctima de sus resfriados—. ¡Sube inmediatamente a tu habitación y ponte las enaguas!
—Madre, no necesito las enaguas de franela. Las de satén que llevo me abrigan lo suficiente.
—Doss, recuerda la bronquitis que padeciste hace dos años. ¡Vete y haz lo que te digo! Valancy lo hizo, aunque nadie sabrá jamás hasta qué punto estuvo cerca de arrojar
la planta del caucho a la calle antes de salir. Detestaba aquellas enaguas de franela gris más que cualquier otra prenda de su posesión. Olive jamás se había visto obligada a llevar enaguas de franela. Olive siempre vestía ropa de seda ahuecada y de fina batista y volantes de vaporosos encajes. Pero el padre de Olive se había «casado con el dinero» y Olive jamás sufrió de bronquitis. Esa era la realidad.
—¿Estás segura de no haber dejado jabón en el agua? —preguntó la señora Frederick. Pero Valancy ya se había ido. Dio la vuelta a la esquina y miró a sus espaldas la
horrible, recatada y respetable calle en que vivía. La residencia de los Stirling era la más fea de la calle, se parecía más a una caja de ladrillos rojos que a cualquier otra cosa. Demasiado alta para su extensión, parecía aún más alta por la redondeada cúpula de vidrio que coronaba su tejado. Podría decirse que respiraba la estéril y desoladora paz de una vieja casa que ha agotado su tiempo de vida. Había una casa muy bonita, justo a la vuelta de la esquina, con marcos
emplomados y dobles frontones —una casa nueva, una de esas casas de las que te enamoras a primera vista—. Clayton Markley la había hecho construir para su futura esposa. Contraería matrimonio con Jennie Lloyd en junio. La casita, se decía, estaba amueblada desde el sótano hasta el desván plenamente dispuesta para su nueva anfitriona.
«No es el hecho de que Jennie tenga un hombre lo que me provoca envidia — pensó Valancy con franqueza. Clayton Markley no entraba dentro de sus múltiples ideales—. Lo que envidio realmente es su casa. Es tan bonita y tan nueva. ¡Oh! Si tan solo pudiera tener… una casa para mí, aunque fuera pobre y pequeña, pero ¡mi propia casa! Aunque —añadió con amargura—, es inútil aullarle a la luna cuando ni siquiera se puede tener una vela de sebo». En el mundo de sus sueños, Valancy no imaginaba menos de un castillo de zafiros
azul claro. En la realidad, se hubiera sentido satisfecha con una pequeña casa para ella sola.
En esos momentos envidiaba a Jennie Lloyd más ardientemente que nunca. Jennie no era mucho más bonita que ella, ni tampoco mucho más joven. Y sin embargo, tendría una encantadora casita. Y las más hermosas tacitas de té Wedgwood que se podían encontrar, Valancy las había visto y una chimenea donde vería encenderse el fuego, y lencería bordada con sus iniciales, servilletas ribeteadas y aparadores llenos de porcelana. ¿Por qué todas esas cosas estaban al alcance de ciertas muchachas y otras no tenían acceso a nada? No era justo. Una vez más, Valancy hervía de rebelde indignación mientras caminaba.
Su figura recatada, menuda y poco elegante, marchaba enfundada en su raído impermeable bajo un sombrero, que bien podría tener más de tres años, salpicado de barro de vez en cuando por algún coche que pasaba con sus insultantes petardeos. Los coches eran todavía una novedad en Deerwood, aunque eran algo habitual en
Port Lawrence, y la mayor parte de los turistas, allá en Muskoka, disponían de uno. En Deerwood solo algunos miembros de la alta sociedad lo poseían; porque también en Deerwood las personas se clasificaban en categorías. Entre ellas, la gente elegante, los intelectuales, las rancias familias, a la cual pertenecían los Stirling, la gente común y algunos parias. Ni uno solo de los miembros del clan Stirling había condescendido a comprarse un coche, a pesar de que Olive había hostigado a su padre para que adquiriese uno. Valancy nunca se había subido a un automóvil, pero tampoco anhelaba tal cosa.
Lo cierto es que más bien le asustaban, especialmente por la noche. Se asemejaban demasiado a enormes bestias ronroneantes que podían volcar y aplastarle a uno… o hacer alguna salvaje y terrible cabriola. Por los escarpados senderos que circundaban su Castillo Azul, solo los alegres corceles enjaezados con orgullo tenían derecho a pasearse; pero en la vida real, Valancy se habría sentido muy feliz de conducir una calesa detrás de un buen caballo. No obstante, ella solo tenía la oportunidad de pasear en calesa cuando alguno de sus tíos o sus primos recordaban «ofrecerle esa oportunidad», como cuando se le da un hueso a un perro.
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El Castillo Azul
RomanceLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...