XXXII

89 18 0
                                    

Año Nuevo. El viejo calendario ya miserable, infausto y obsoleto fue retirado y sustituido por uno nuevo.
Enero fue un mes de tormentas. Nevó de forma continuada durante tres semanas. El termostato descendió millas bajo cero, y ahí permaneció. Pero, tal como Valancy y Barney se hacían notar mutuamente, no había mosquitos. Y el fragor y crepitar de su gran fuego ahogaba los aullidos del viento del norte. Good Luck y Banjo engordaron y desarrollaron resplandecientes abrigos de pelo grueso y sedoso. Nick y Tuck se habían marchado.
—Pero regresarán en primavera —prometió Barney. No existía la monotonía. A veces tenían pequeñas y dramáticas discusiones
privadas que jamás tuvieron intención alguna de convertirse en peleas. En ocasiones, Abel el Aullador se dejaba caer por allí para una tarde o para un día entero con su vieja gorra escocesa y su larga barba pelirroja cubierta de nieve. Solía llevar su violín y tocaba para ellos, para disfrute de todos a excepción de Banjo, que enloquecía temporalmente y se retiraba bajo la cama. Barney y Abel solían hablar mientras Valancy preparaba dulces para ellos. A veces se sentaban y fumaban en silencio al más puro estilo de Tennyson y Carlyle, hasta que el Castillo Azul hedía y Valancy se apresuraba a abrir alguna ventana. Alguna vez jugaban a las damas extremadamente concentrados y en silencio durante toda la noche; y en alguna que otra ocasión, todos comían manzanas reineta que Abel había llevado consigo, mientras que en el viejo y alegre reloj pasaban los minutos plácidamente.
—Un plato de manzanas, un buen fuego, y un libro excelente son un buen
sustituto del cielo —aseguraba Barney—. Cualquiera puede tener calles bañadas en oro. Tomemos otro traguito de Carman.
Para los Stirling resultaba ahora más fácil creer que Valancy pertenecía al mundo de los muertos. Ni siquiera los vagos rumores que decían que había estado en Port Lawrence les turbaron, aunque Barney y ella solían acercarse hasta allí patinando de vez en cuando para ver una película, y comer después un perrito caliente sin vergüenza alguna en un rincón del puesto. Supuestamente, ninguno de los Stirling pensaba jamás en ella… a excepción de la prima Georgiana, quien solía permanecer despierta preocupada por la pobre Doss. ¿Tendría lo suficiente para comer? ¿Se portaba bien con ella esa terrible criatura? ¿Estaba suficientemente abrigada por las noches? Así era; Valancy estaba suficientemente abrigada por las noches. Solía despertarse y gozar en silencio de la intimidad de aquellas vigilias de invierno en esa pequeña isla situada en el interior de un lago helado. Las noches de otros inviernos habían sido largas y frías, y Valancy había odiado desvelarse durante las mismas y pensar en el
vacío y la desolación del día que había llegado a su fin, y en el vacío y la desolación del día que estaba a punto de comenzar. Ahora casi contaba las noches perdidas en las que no se despertaba, y yacía en vela durante media hora siendo simplemente feliz,
mientras la respiración regular de Barney la acompañaba y al otro lado de la puerta
entreabierta los hierros candentes de la chimenea le hacían guiños en la penumbra.
Era muy agradable sentir cómo el pequeño Lucky saltaba sobre la cama en la oscuridad y se acurrucaba a sus pies; pero Banjo, con actitud huraña, se sentaba fuera
frente al hogar, solo, cual melancólico demonio. En momentos como ese Banjo se mostraba muy poco astuto, pero Valancy adoraba esa falta de prudencia.
Su lado de la cama tenía que estar situado contra la ventana. No había otro modo de disponerla en la diminuta habitación. Valancy, ahí tumbada, podía mirar hacia el
exterior desde los cristales, a través de las grandes ramas de los pinos que los rozaban, más allá de Mistawis, blanco y lustroso como un pavimento de perlas, u oscuro y terrible cuando había tormenta. A veces las ramas de los pinos golpeaban contra la ventana con señales amistosas. En ocasiones escuchaba el tenue murmullo de la nieve al caer contra ella, justo en su lado. Algunas noches la totalidad del mundo exterior parecía haber cedido ante la soberanía del silencio; después se
sucedían noches en las que un viento majestuoso se deslizaba entre los pinos; noches de deliciosa luz de estrellas cuando estas silbaban de un modo peculiar y alegre alrededor del Castillo Azul; noches melancólicas que precedían a una tormenta cuando esta se arrastraba a lo largo del fondo del lago con un gemido sordo
amenazante y misterioso. Valancy desperdiciaba muchas horas de descanso en estas
encantadoras contemplaciones. Pero durante la mañana podía dormir cuanto tiempo
quisiera; a nadie le importaba. Barney se preparaba su propio desayuno compuesto
por beicon y huevos, y después se encerraba en el cuarto de Barba Azul hasta la hora de comer. Entonces disfrutaban de una tarde de lectura y conversación, disertando
sobre cualquier cosa de este mundo y de muchas cosas buenas de otros mundos. Se reían de sus propias bromas hasta que el Castillo Azul reverberaba.
—Tienes una risa preciosa —le dijo Barney una vez—. Consigue que yo quiera reírme solo para escucharte a ti hacerlo. Tu risa oculta algo… como si hubiese mucha más alegría escondida tras ella a la que no permites salir. ¿Reías de ese modo antes de venir a Mistawis, Luz de Luna?
—Lo cierto es que jamás reía… solía sonreír de un modo estúpido cuando tenía la sensación de que eso era lo que se esperaba de mí. Pero ahora, la risa simplemente surge.
Valancy tuvo más de una vez la impresión de que el propio Barney se reía
bastante más a menudo de lo que tenía por costumbre, y que esa risa había cambiado.
Se había vuelto honesta. Ahora apenas percibía en ella ese ligero toque cínico. ¿Un hombre que acarrease crímenes en su conciencia podría reírse de ese modo? Y aun así
Barney tenía que haber hecho algo.
Valancy decidió con indiferencia el tipo de crimen que había cometido, y de este modo concluyó que se trataba de un cajero de banco que había contraído deudas. Había encontrado en uno de los libros de Barney
un viejo recorte de un periódico de Montreal en el que se describía a un cajero estafador desaparecido. La descripción correspondía a Barney así como a media docena de hombres que Valancy conocía, y teniendo en cuenta algunos
comentarios casuales que había dejado caer de vez en cuando, daba por hecho que conocía Montreal bastante bien. Valancy lo había resuelto todo en lo más profundo de su mente. Barney había trabajado en un banco. Se había sentido tentado a coger cierta
cantidad de dinero para especular con él… con la intención, naturalmente, de devolverlo. Se había involucrado paulatinamente en más y más problemas, hasta ser
consciente de que no le quedaba otra alternativa que no fuese la huida. Muchos hombres habían sufrido la misma situación.
Valancy estaba completamente
segura había albergado la más mínima intención de obrar mal. Claro está, el
hombre del recorte se llamaba Bernard Craig. Pero Valancy siempre había pensado que Snaith era un pseudónimo. No es que tuviera importancia.
Valancy vivió una única noche infeliz aquel invierno. Tuvo lugar a finales de marzo, cuando la mayor parte de la nieve se había derretido y Nip y Tuck habían
regresado. Barney se había marchado por la tarde para dar una caminata larga por el
bosque, alegando que regresaría al anochecer si todo iba bien. Poco después de irse comenzó a nevar. El viento comenzó a soplar fuerte y, en poco tiempo, Mistawis estuvo inmerso en una de las peores tormentas de la estación. Arrasó el lago y
descargó con fuerza sobre la casa. Los bosques, oscuros y furiosos sobre tierra firme, miraron ceñudos a Valancy amenazando con sacudir sus ramas peligrosas en su ventosa penumbra, con el aterrador rugido de sus corazones. Los árboles de la isla se agazapaban temerosos. Valancy pasó la noche hecha un ovillo sobre la alfombra
situada ante el fuego, con el rostro enterrado entre las manos; en ocasiones observaba fijamente a través del mirador en un vano intento por ver a través de la furiosa
neblina de viento y nieve que una vez había sido el apacible Mistawis de hoyuelos azules. ¿Dónde estaba Barney? ¿Extraviado en esos lagos despiadados? ¿Perdido y
exhausto en las bifurcaciones de ese bosque carente de senderos? Valancy murió cien veces aquella noche y pagó con creces por toda la felicidad vivida en su Castillo Azul.
Cuando llegó la mañana la tormenta se apaciguó y aclaró, y el sol comenzó a
brillar gloriosamente sobre Mistawis; y a mediodía, Barney hizo su entrada en la casa. Valancy le vio desde el mirador mientras él pasaba por una zona arbolada, esbelto y oscuro en contraste con el reluciente exterior blanco. No corrió a
encontrarse con él. Sus rodillas no le respondían, y se desplomó sobre la silla de Banjo. Por fortuna, el gato escapó a tiempo, con los bigotes erizados de pura
indignación. Allí la encontró Barney, con la cabeza enterrada entre las manos.
—Barney, creí que habías muerto —susurró.
Barney se rio a carcajadas.
—Tras dos años en Klondike, ¿creías que una pequeña tormenta como esta podría acabar conmigo? He pasado la noche en esa vieja choza de madera que hay cerca de Muskoka. Un poco fría, pero lo suficientemente cómoda. ¡Pichoncito! Tus ojos parecen agujeros en una manta provocados por quemaduras. ¿Has permanecido aquí sentada toda la noche preocupándote por un viejo leñador como yo? —Sí —dijo Valancy—. No… no he podido evitarlo. La tormenta parecía muy fuerte. Cualquiera podría haberse perdido en ella. Cuando… te he visto aparecer… allí… algo me ha ocurrido. No sé el qué. Ha sido como si hubiese muerto y regresado a la vida. Soy incapaz de describirlo de otra manera.

El Castillo AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora