Por aquel entonces Valancy ya conocía a Barney; le conocía bien, a pesar de que solo había hablado con él en un par de ocasiones. Había tenido la impresión de conocerle bien desde la primera vez que se encontraron.
Ella estaba en el jardín, al atardecer, buscando algunos narcisos blancos para decorar el cuarto de Cissy, cuando escuchó el rugido del espantoso y viejo Grey Slosson petardear mientras bajaba a través del bosque de Mistawis; uno podía escucharlo a millas de distancia. Valancy no levantó la vista mientras el coche descendía traqueteando sobre las piedras de aquel loco sendero.
Jamás levantó la mirada al escuchar el rugido del coche, aunque Barney había pasado cada tarde desde su llegada a la casa de Abel el Aullador. En esta ocasión no pasó con su habitual traqueteo; el viejo Grey Slosson se detuvo con un concierto de ruidos aún más terrible que cuando estaba en marcha, y Valancy fue consciente de que Barney había salido del coche y se inclinaba sobre la desvencijada puerta.
De pronto ella se enderezó y le miró atentamente. Sus miradas se encontraron, y Valancy fue repentinamente consciente de una deliciosa debilidad. ¿Comenzaba uno de sus ataques? Se trataba de un nuevo síntoma. Sus ojos, que ella siempre había imaginado castaños, ahora que podía verlos de cerca eran de un violeta profundo, intenso y traslúcido.
Las curvaturas de sus cejas se veían dispares. Estaba delgado —demasiado delgado—, y ella deseó poder alimentarle un poco; deseó poder coserle los botones de su abrigo, hacer que se cortara el pelo y se afeitara todos los días. Había algo en su cara difícil de definir. ¿Cansancio? ¿Tristeza? ¿Desesperanza? Al sonreír aparecían dos hoyuelos en sus delgadas mejillas. Todos estos pensamientos pasaron por la mente de Valancy en aquel instante, cuando los ojos de Barney se encontraron con los suyos.
—Buenas tardes, señorita Stirling.
Nada podía ser más común y convencional. Cualquiera podría haber dicho lo mismo. Pero Barney Snaith tenía una peculiar manera de decir las cosas que les confería una intensa emoción. Cuando decía buenas tardes, en verdad sentías que era una buena tarde y que él era en parte responsable de ello; aunque también sentía uno que parte del crédito era propio. Valancy sintió todo esto vagamente, pero no podía entender por qué temblaba de pies a cabeza —debía ser su corazón—. ¡Ojalá él no se diera cuenta!
—Voy a Port Lawrence —dijo Barney—. ¿Podría tener el honor de traerle algo o hacer algún encargo para usted o para Cissy?
—¿Podría traernos bacalao? —dijo Valancy. Fue lo único que le vino a la mente. Abel el Aullador había expresado su deseo de comer bacalao hervido para la cena.
Cuando sus caballeros cabalgaban hasta el Castillo Azul, Valancy les hacía encargos de lo más variados, pero nunca le había pedido a nadie que le trajera bacalao.
—Con mucho gusto. ¿Está segura de que no necesita nada más? Tengo mucho
sitio en mi Lady Jane Grey Slosson; siempre termina por regresar, en un momento u otro, mi Lady Jane.
—Creo que no necesitamos nada más —dijo Valancy.
Ella sabía que traería naranjas para Cissy, de todos modos; siempre lo hacía.
Barney no se marchó de inmediato. Se quedó en silencio un instante, y luego dijo, lenta y enigmáticamente:
—Señorita Stirling, es usted una santa. Realmente es una montaña de bondad.
Venir aquí y cuidar de Cissy… dadas las circunstancias.
—No hay nada extraordinario en ello —dijo Valancy—. No tenía nada más que hacer. Y… me gusta estar aquí. No me siento como si hubiera hecho algo
especialmente meritorio. El señor Gay me paga un salario justo. ¿Sabe?, yo nunca había ganado dinero antes… y me gusta.
Parecía tan fácil hablar con Barney Snaith. De algún modo, hablar con él —con este terrible Barney Snaith de espeluznantes historias y misterioso pasado— le
resultaba tan fácil y natural como hablar consigo misma.
—Todo el dinero del mundo no podría pagar lo que hace por Cissy —respondió Barney—. Es admirable y muy generoso por su parte. Y si hay algo que pueda hacer para ayudarla de algún modo, es suficiente con que me lo haga saber. Si Abel intenta
molestarla…
—No lo hace. Es encantador conmigo. Me gusta Abel —dijo Valancy
sinceramente.
—A mí también, pero alguna de las fases de sus borracheras… tal vez aún no lo ha escuchado… cuando empieza a cantar las canciones obscenas…
—¡Oh, sí! Fue así como llegó anoche a casa. Cissy y yo nos fuimos a nuestra
habitación y cerramos la puerta para no escucharlo. Se disculpó esta mañana. No me
asusta ninguna de las etapas de la embriaguez del señor Abel Gay.
—Bueno, estoy seguro de que siempre se portará bien con usted, más allá de sus ebrios aullidos —dijo Barney—; y le he dicho que tiene que dejar de maldecir contra
todo cuando usted esté cerca.
—¿Por qué? —preguntó Valancy sagazmente, con una de sus extrañas miradas sesgadas. Sus mejillas se sonrojaron repentinamente ante la idea de lo mucho que
Barney Snaith había hecho por ella—. Yo misma siento deseos en ocasiones de maldecir contra algunas cosas.
Por unos instantes Barney se quedó con la mirada fija. ¿Quién era aquella traviesa y pequeña joven? ¿La remilgada criatura que estaba frente a él, hacía tan solo dos minutos? Sin duda operaban la magia y las diabluras en aquel viejo y desharrapado
jardín, cubierto de malas hierbas.
Luego se echó a reír.
—Será un alivio entonces que alguien lo haga por usted. ¿Seguro que no desea nada más que el bacalao?
—Esta tarde no, gracias. Pero me atrevo a decir que tendré a menudo algunas diligencias que pedirle cuando vaya a Port Lawrence. No puedo confiar en que el
señor Gay recuerde todo lo que le pido.
Finalmente Barney se subió a su Lady Jane y se marchó. Después de su partida, Valancy permaneció en el jardín por un largo tiempo.
A partir de ese momento, el joven volvió varias veces caminando a través de los páramos, silbando. ¡De qué modo se reverberaba su silbido a través de los abetos en
aquellos atardeceres de junio! Valancy se sorprendía escuchándole cada tarde,
reprendiéndose en principio por hacerlo, para dejarse llevar más tarde. ¿Por qué no
había de escucharle?
Siempre traía flores y frutas para Cissy.
Un día llevó una caja de dulces para Valancy —la primera caja de dulces que le habían regalado en toda su vida—. Parecía
un sacrilegio comerlos.
Se encontró pensando en él todo el tiempo.
Le hubiera gustado saber si pensaba en ella cuando no estaban juntos y, de ser así, qué era lo que pensaba. Y quería ver
aquella misteriosa casa que era la suya, allá en la isla del lago Mistawis. Cissy nunca había estado allí. Cissy, aunque hablaba muy libremente con Barney y le conocía
desde hacía cinco años, en realidad no sabía más sobre él que la propia Valancy.
—Pero no es malo —dijo Cissy—. Y que nadie diga lo contrario. Él no puede
haber hecho nada de lo que sentirse avergonzado.
—Entonces, ¿por qué vive de ese modo? —preguntó Valancy, por el placer de escuchar a alguien salir en su defensa.
—No lo sé. Es un misterio. Ciertamente, hay algo detrás de todo eso, pero sé que no es deshonroso. Barney Snaith simplemente sería incapaz de hacer algo
deshonroso, Valancy.
Valancy no estaba tan segura. Barney tenía que haber hecho algo, en algún momento de su vida.
Era un hombre inteligente e instruido. Pronto había descubierto,
al escuchar sus conversaciones y discusiones con Abel el Aullador, que sabía leer
sorprendentemente bien y podía hablar de cualquier tema cuando no estaba achispado. Un hombre como ese no habría venido a sepultarse durante cinco años en Muskoka, viviendo como un vagabundo, si no tuviera razones muy buenas o muy malas, para hacerlo. Pero eso carecía de importancia. Lo más importante es que
estaba segura ahora de que nunca había sido amante de Cissy Gay. No había nada de eso entre ellos, aunque el joven sentía un gran cariño por Cissy y ella, a su vez, lo
sentía por el joven, como cualquiera podía constatar. Pero era aquel un cariño que no
preocupaba a Valancy.
—No puedes imaginar lo que ha sido Barney para mí durante los dos últimos años —dijo Cissy sencillamente—. Todo habría sido insoportable sin él.
«Cissy Gay es la chica más dulce que he conocido… Y hay un hombre en algún lugar al que me gustaría matar si pudiera encontrarlo», había dicho Barney furioso.
Barney era un narrador fascinante, con una gran facilidad para relatar con detalle sus aventuras sin referirse jamás a sí mismo. Hubo un día de lluvia glorioso en el que
Barney y Abel intercambiaron historias toda la tarde mientras Valancy les escuchaba
remendando servilletas. Barney relató sus insólitas aventuras en los compartimentos de los trenes en los que se cobijaba ilegalmente mientras viajaba como un vagabundo
atravesando el continente.
Valancy pensó que debía considerar censurables esos viajes «robados», pero no pudo. La historia de su viaje en un barco de ganado en su camino hacia Inglaterra parecía más legítima. Y todas sus historias sobre Yukón la
cautivaron, especialmente aquella de la noche que se había perdido en algún lugar
entre Gold Run y Sulphur Valley. Había pasado dos años allí; de modo que,
¿dónde quedaba espacio para la prisión y todas aquellas cosas que se decían de él?
Siempre y cuando él dijera la verdad. Pero Valancy sabía que así era.
—No encontré oro —dijo—. Me fui más pobre que cuando llegué. ¡Pero qué
lugar para vivir! Aquellos silencios tras el viento del norte me marcaron. Nunca he sido él mismo desde entonces.
Sin embargo, no hablaba demasiado. Relataba mucho en pocas palabras bien escogidas, Valancy no era consciente de cuán bien las escogía. Tenía el don de decir las cosas sin necesidad de abrir la boca.
«Me gusta un hombre cuyos ojos dicen más que sus labios», pensó Valancy. De hecho, a ella le gustaba todo de él: su pelo leonado, sus enigmáticas sonrisas,
los pequeños destellos de alegría de sus ojos, su leal afecto por la inefable Lady Jane, su costumbre de sentarse con las manos en los bolsillos y la barbilla hundida en el
pecho, observándolo todo bajo esas cejas tan dispares. Le gustaba su agradable voz, que sonaba como si pudiera convertirse en cariñosa o seductora con muy poca provocación. A menudo casi temía permitirse tales pensamientos. Eran tan vividos que sentía como si los demás pudieran percibir lo que estaba pensando.
—He estado observando a un pájaro carpintero todo el día —dijo una tarde en el viejo y destartalado porche trasero.
Su relato de las aventuras del pájaro carpintero resultó muy placentero. A menudo contaba alguna anécdota divertida o maliciosa sobre los animales del bosque. Otras veces, él y Abel el Aullador fumaban sin descanso toda la tarde sin decir una palabra,
mientras Cissy descansaba en una hamaca mecida entre los postes de la veranda y
Valancy permanecía ociosamente sentada en los escalones, con las manos entrelazadas sobre las rodillas, preguntándose distraídamente si era realmente Valancy Stirling y si solo hacía tres semanas desde que había salido de la vieja y fea casa de Elm Street.
Los páramos, donde decenas de conejitos brincaban, se extendían hasta el horizonte bajo el esplendor de la luna blanca.
Barney, cuando era su deseo, podía sentarse a la orilla de los eriales y atraer con astucia a estos conejillos por alguna
especie de brujería secreta que poseía. En una ocasión, Valancy había visto saltar a una ardilla desde la rama de un pino hasta el hombro del joven y quedarse allí charloteando.
Le recordó a John Foster. Uno de los grandes placeres de Valancy en su nueva vida era poder leer los libros de John Foster tan a menudo como quería y siempre que lo deseaba.
Se los leyó todos a Cissy, a quien le encantaban, y trató de leérselos también a Abel y a Barney, pero no eran de su agrado. Abel se aburría y Barney rehusó cortésmente escuchar una sola línea.
—Tonterías —había dicho el joven.
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El Castillo Azul
RomanceLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...