XXXVIII

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Valancy caminó deprisa a través de las calles secundarias y cruzó Lover's Lane. No quería encontrarse con nadie conocido. Ni siquiera quería encontrarse con gente a la que no conociese. Detestaba que alguien la viese.
Su mente estaba tan confusa, indecisa y desordenada que sentía que su aspecto debía lucir del mismo modo. Exhaló un suspiro de alivio cuando dejó atrás el pueblo y se halló en la carretera que conducía a los arrabales. Ahí existían muy pocas probabilidades de ser reconocida. Los coches que pasaban a toda velocidad junto a ella profiriendo estridentes chirridos iban repletos de desconocidos. Uno de ellos estaba abarrotado de jóvenes que la adelantaron como una exhalación cantando y riendo a carcajadas:

Mi esposa tiene fiebre ¡oh, vaya! Mi esposa tiene fiebre, ¡oh, vaya! Mi esposa tiene fiebre. Oh, espero que esta no la abandone pues anhelo estar soltero nuevamente.

Valancy se encogió como si alguien se hubiese inclinado hacia delante desde el coche y le hubiese atizado con un látigo. Había hecho un pacto con la muerte y la muerte la había engañado. Ahora la vida
se burlaba de ella. Había atrapado a Barney. Le había mentido para que se casara con ella. Conseguir el divorcio en Ontario era muy difícil, demasiado caro. Y Barney era pobre.
Junto a la vida, el miedo también había regresado a su corazón. Un miedo
enfermizo. Miedo a lo que Barney pensaría. Lo que diría. Miedo al futuro que tendría que vivir sin él. Miedo a su agraviada y repudiada familia. Había bebido un sorbo de la copa divina, y ahora se la arrebataban de los labios.
Sin una muerte amable y aliada que acudiese en su rescate. Debía continuar viviendo y añorándola. Todo se había estropeado, mancillado, dañado. Incluso aquel año en el Castillo Azul y su amor desinhibido por Barney. Había sido hermoso porque la muerte la esperaba. Ahora solo resultaba sórdido porque la muerte se había desvanecido. ¿Cómo se podía soportar lo insoportable? Debía regresar y contárselo. Asegurarle que nunca había albergado la intención de engañarle... necesitaba hacérselo entender. Tenía que despedirse de su Castillo Azul y volver a la casa de ladrillo rojo de Elm Street. Retornar a todo aquello que creía haber dejado atrás para siempre. El viejo cautiverio... los antiguos miedos. Pero eso no importaba. Lo único que importaba en ese momento era que debía hacerle comprender a Barney, fuera como fuese, que no le había embaucado
conscientemente.
Cuando Valancy llegó hasta los pinos que se hallaban junto al lago, una visión sorprendente la arrancó de su doloroso aturdimiento.
Allí, aparcado junto a la vieja y magullada Lady Jane, había otro coche. Un vehículo maravilloso. Un automóvil morado. No del tono morado oscuro y real, sino de uno atrevido y chillón. Brillaba como un espejo y su interior indicaba explícitamente que pertenecía a la casta de los Vere de Vere. En el asiento del conductor se hallaba un chófer de aspecto arrogante y vestido con librea. En su parte trasera se sentaba un hombre que abrió la
puerta y salió con agilidad mientras Valancy se acercaba por el sendero hacia la zona
de aparcamiento. Él se detuvo bajo los pinos esperándola, y Valancy estudió cada detalle de su persona.
Era un hombre bajo, regordete y corpulento, con un rostro rubicundo, ancho y amable; iba afeitado, aunque un duendecillo inquieto en lo más profundo de la
paralizada mente de Valancy le sugirió el siguiente pensamiento: «Un rostro como ese debería estar circundado por una barba blanca». Gafas pasadas de moda conmontura de acero sobre unos prominentes ojos azules. Labios fruncidos y una nariz
protuberante y ligeramente redondeada. Valancy se devanó los sesos. ¿Dónde... dónde... dónde había visto esa cara antes? Le resultaba tan familiar como la suya
propia.
El desconocido llevaba un sombrero verde y un gabán beige claro sobre un llamativo traje a cuadros. Su corbata era de un brillante verde de un tono más claro.
En la regordeta mano que extendió para interceptar a Valancy brillaba un enorme
diamante; pero poseía una sonrisa amable y paternal, y en su voz cordial sin modulaciones se escondía un timbre que la atrajo.
-¿Puede decirme, señorita, si esa casa de allá pertenece a un tal señor Redfern?
Y si es así, ¿cómo puedo llegar hasta ella?
¡Redfern! La visión de unos frascos comenzó a danzar ante los ojos de
Valancy: largos frascos de píldoras de amargo de angostura; frascos redondos de tónico para el cabello; frascos cuadrados de linimento; pequeños frascos gruesos y bajos de pastillas moradas; y todos ellos mostrando en su etiqueta ese rostro, rollizo y sonriente, con unas gafas de montura de acero. ¡El doctor Redfern!
-No -dijo Valancy débilmente-. No... esa casa pertenece al señor Snaith.
El doctor Redfern asintió.
-Sí, según tengo entendido Bernie se ha estado haciendo llamar Snaith. Bueno, es su segundo nombre... era el de su pobre madre. Bernard Snaith Redfern, así se llama. Y ahora, señorita, ¿puede decirme cómo llegar a esa isla? Parece que no hay
nadie en casa. He estado saludando con la mano y gritando, Henry, ahí presente, jamás gritaría; es hombre de un solo trabajo. Pero el viejo doctor Redfern puede gritar como el que más, y no le importa hacerlo. Solo he conseguido agitar a un par de cuervos. Imagino que Bernie se ha ido a pasar el día fuera.
-Ya se había marchado cuando me fui esta mañana -dijo Valancy-. Supongo que no ha regresado todavía.
Habló con voz monótona e inexpresiva. Esta última conmoción la había
despojado
temporalmente del poco poder de razonamiento que le quedaba tras la
revelación del doctor Trent.
En lo más profundo de su mente el susodicho duendecillo repetía burlonamente sin cesar un viejo y estúpido refrán: «Las desgracias nunca vienen solas». Pero estaba intentando no pensar. ¿De qué iba a servirle?
El doctor Redfern la estaba observando perplejo.
-¿Cuándo se fue esta mañana...? ¿Vive... allí?
Agitó su diamante en dirección al Castillo Azul.
-Por supuesto -asintió Valancy estúpidamente-. Soy su esposa.
El doctor Redfern sacó un pañuelo de seda amarillo, se quitó el sombrero, y se
secó la frente. Estaba muy calvo, y el duendecillo de Valancy susurró: «¿Por qué
quedarse calvo? ¿Por qué perder su belleza masculina? Pruebe el Vigorizante Capilar
Redfern. Le mantiene joven».
-Discúlpeme -dijo el doctor Redfern-. Esto me ha pillado por sorpresa.
-Los sobresaltos parecen estar en el aire esta mañana.
El duendecillo pronunció estas palabras en voz alta antes de que Valancy pudiese impedirlo.
-No sabía que Bernie estuviese... casado. Jamás hubiese creído que se casaría sin decírselo a su anciano padre.
¿Se habían nublado los ojos del doctor Redfern? En medio del sordo dolor que sentía por su propia desgracia, de sus miedos y temores, Valancy sintió una punzada de pena por él.
-No le culpe -se apresuró a decir-. No... no fue culpa suya. Toda la responsabilidad fue mía.
-Bueno, supongo que no fue usted quien le pidió en matrimonio -parpadeó el doctor Redfern-. Podría habérmelo dicho, y en ese caso me habría familiarizado con
mi nuera antes de todo esto. Pero me alegro de conocerla ahora, querida... me alegro
muchísimo. Parece una joven sensata. Siempre temí que Bernie escogiese a una bonita cabeza hueca solo por su atractivo físico. Todas iban tras él, naturalmente.
Querían su dinero, ¿eh? No les gustaban las pastillas y el amargo de angostura pero les deleitaban los dólares, ¿eh? Querían meter sus preciosos deditos en los millones del viejo médico, ¿eh?
-¡Millones! -dijo Valancy débilmente. Deseó poder sentarse en algún sitio... anheló tener la oportunidad de poder pensar... ansió que tanto ella como el Castillo
Azul pudiesen hundirse en el fondo del Mistawis y esfumarse para que ningún ojo humano volviese a verles jamás.
-Millones -asintió el doctor Redfern con expresión satisfecha-. Y Bernie renuncia a ellos por... eso -agitó nuevamente el diamante con desprecio en
dirección al Castillo Azul-. ¿Acaso no cabía esperar que tuviese más sentido común? Y todo por culpa de una muchacha delgada y paliducha. Quizá ha superado aquel sentimiento, de todos modos, teniendo en cuenta que se ha casado. Debe persuadirle para que regrese a la civilización. Desperdiciar su vida de este modo es
una completa estupidez. ¿No me va a llevar a su casa, querida? Supongo que existe algún modo de llegar hasta allí.
-Por supuesto -contestó Valancy atolondradamente. Y le guio hasta la pequeña
cala donde se hallaba amarrada la dippy.
-¿Querrá su hombre venir también?
-¿Quién? ¿Henry? No. Mírelo sentado allí con aspecto reprobador. Desaprueba toda la expedición. El camino de subida desde la carretera casi le provoca un ataque. Bueno, lo cierto es que ha sido una senda endiablada para conducir por ella. ¿De quién es esa vieja camioneta de allá arriba?
-De Barney.
-¡Dios mío! ¿Bernie Redfern conduce una cosa como esa? Parece la tatarabuela de todos los Ford.
-No es un Ford. Es una Grey Slosson -repuso Valancy animadamente. Por alguna razón oculta, el menosprecio con tono amistoso del doctor Redfern hacia la querida y vieja Lady Jane le dio vida. Una vida llena de dolor pero que seguía siendo vida. Mejor que la horrible mitad-muerte-mitad-vida de los últimos cinco minutos... o años. Dirigió un gesto brusco al doctor Redfern para que subiese al bote y le llevó al Castillo Azul. La llave se hallaba todavía en el viejo pino... la casa estaba en silencio y desierta. Valancy condujo al médico a través del salón en dirección a la
veranda situada al oeste. Necesitaba estar fuera y poder respirar al aire libre. El sol brillaba todavía, pero al sudoeste un gran nubarrón con blancas cimas y gargantas de moradas sombras se estaba alzando lentamente sobre Mistawis. El médico se dejó caer respirando con dificultad sobre una silla rústica y se secó la frente de nuevo.
-Hace calor, ¿verdad? ¡Dios, menudas vistas! Me pregunto si verlas ablandaría a Henry.
-¿Ha cenado? -preguntó Valancy.
-Sí, querida... he cenado antes de abandonar Port Lawrence. No sabía a qué
clase de hoyo salvaje de ermitaño nos dirigíamos, ya sabe. No tenía ni la más remota idea de que fuese a encontrar aquí a una bonita nuera plenamente dispuesta a
prepararme la comida. Gatos, ¿eh? ¡Gatito, gatito! Mire eso. Los gatos me adoran. ¡A
Bernie siempre le han gustado los gatos! Puede que sea lo único en lo que se parece a mí. Es igual que su pobre madre.
Valancy había estado pensando distraídamente que Barney debía parecerse a su madre.
Se había detenido sobre los escalones, pero el doctor Redfern le hizo un gesto para que tomase asiento sobre el balancín.
-Siéntese, querida. Jamás se quede de pie si puede tomar asiento. Quiero echar un buen vistazo a la esposa de Bernie. Bueno, bueno... me gusta su rostro. No es una belleza. Espero que no le importe que se lo diga, pero tiene suficiente sentido común para saberlo, creo yo. Siéntese.
Valancy tomó asiento. Verse obligada a sentarse cuando la agonía mental urge a caminar de un lado a otro es una tortura de lo más sofisticada. Cada nervio de su ser
pedía a gritos estar sola... esconderse. Pero tenía que sentarse y escuchar al doctor Redfern, al que no le importaba en absoluto hablar.
-¿Cuándo cree que regresará Bernie?
-No lo sé... probablemente no lo haga antes de que anochezca.
-¿A dónde ha ido?
-Tampoco lo sé. Seguramente al bosque... al arrabal.
-Veo que a usted tampoco le habla sobre sus idas y venidas. Bernie siempre fue un diablillo reservado. Jamás conseguí entenderle; es igual que su pobre madre. Pero pensaba mucho en él. Me dolió cuando desapareció del modo en que lo hizo hace ya once años. No he visto a mi muchacho desde entonces.
-Once años -Valancy estaba sorprendida-. Solo hace seis que llegó aquí.
-Oh, estuvo en Klondike antes que eso... y viajando por todo el mundo. Solía mandarme una línea de vez en cuando, aunque jamás me dio una pista sobre dónde se encontraba; solo una línea para decirme que estaba bien. Supongo que se lo habrá
contado todo.
-No, no sé nada sobre su pasado -dijo Valancy con repentino ímpetu. Quería saber... necesitaba saber. Antes carecía de importancia. Ahora tenía que saberlo todo.
Y jamás podría enterarse por Barney. Puede que jamás volviese a verle. Si lo hacía, no sería para hablar de su pasado.
-¿Qué ocurrió? ¿Por qué abandonó su hogar? Cuéntemelo, cuéntemelo.
-Bueno, no es una gran historia. Solo un joven idiota que se volvió loco a causa de una disputa con su chica. Pero Bernie era un idiota terco. Siempre fue obstinado.
Resultaba imposible conseguir que ese muchacho hiciese algo que no quisiera hacer
desde el mismo día en que nació. Aunque siempre fue un muchacho tranquilo y
amable, un pedazo de pan. Su pobre madre murió cuando solo tenía dos años. Yo acababa de empezar a ganar dinero con mi Vigorizante Capilar. Había soñado con esa fórmula, ¿sabe? Fantaseado con ella. El dinero comenzó a llegar, y Bernie tenía todo
lo que podía desear. Le envié a las mejores escuelas privadas. Quería convertirle en un caballero. Yo jamás había tenido la oportunidad, y mi intención era que dispusiera de todas y cada una de las posibilidades. Se graduó en McGill. Consiguió honores y todo eso. Yo quería que se decantase por la abogacía, pero él ansiaba ser periodista y
cosas por el estilo. Quería que le comprase un periódico, o que le apoyase en la publicación de lo que él denominaba «una revista canadiense auténtica, que merezca
la pena y sea realmente honesta». Supongo que lo habría hecho... siempre hacía lo que él quería que hiciese. ¿Acaso no era la razón de mi existencia? Deseaba que fuese feliz. Y jamás fue feliz. ¿Puede creerlo? Nunca me lo dijo, pero siempre tuve la
sensación de que no lo era. Todo cuanto quería, todo el dinero que podía gastar, su propia cuenta en el banco, viajando, contemplando el mundo... pero no era feliz. No hasta que se enamoró de Ethel Traverse. Entonces lo fue durante un tiempo.
La nube había alcanzado al sol y una sombra enorme, púrpura y fría cayó velozmente sobre el Mistawis. Acarició el Castillo Azul y pasó por encima de él.
Valancy se estremeció.
-Sí -dijo, con doloroso entusiasmo, a pesar de que cada palabra le hacía trizas el corazón-. ¿Cómo... era... ella?
-La muchacha más bonita de Montreal -contestó el doctor Redfern-. Oh, era
una belleza, eso seguro, ¿eh? Cabello dorado, resplandeciente como la seda. Unos ojos negros enormes y tiernos. Tez clara y mejillas sonrosadas. No me extraña que Bernie se enamorase de ella. Y también era inteligente, no era una cabeza hueca.
Licenciada en Filosofía y Letras en McGill. Con mucha clase también, de una de las mejores familias. Pero un poco manirrota. ¡Vaya! Bernie estaba loco por ella. El
idiota más feliz que jamás se haya visto. Y entonces... llegó la pelea.
-¿Qué ocurrió?
Valancy se había quitado el sombrero y, distraídamente, hincaba un alfiler en él una y otra vez. Good Luck ronroneaba a su lado. Banjo observaba al doctor Redfern con desconfianza. Nip y Tuck graznaban perezosamente en los pinos. Mistawis se
mostraba evocador. Todo era igual. Nada era igual. Habían transcurrido cien años desde el día anterior. Ayer, a esa misma hora y en ese mismo lugar, Barney y ella habían disfrutado entre risas de una comida tardía. ¿Risas? Valancy sintió que jamás
volvería a sonreír. Ni a llorar, si vamos al caso. Ninguna de las dos cosas albergaba ya utilidad alguna para ella.
-Ojalá lo supiera, querida. Alguna tonta disputa, supongo. Bernie se marchó sin más... desapareció. Me escribió desde Yukón. Dijo que su compromiso estaba roto y que no iba a regresar; que no intentase localizarle porque jamás pensaba volver. No lo
hice. ¿De qué serviría? Conocía a Bernie. Proseguí acumulando dinero porque era lo
único que podía hacer. Pero me sentía profundamente solo. La única razón de mi
existencia consistía en recibir de vez en cuando las breves notas de Bernie: Klondike,
Inglaterra, Sudáfrica, China... desde cualquier parte. Pensaba que quizás algún día
regresaría junto a su anciano y solitario padre. Entonces, hace seis años, dejé de recibir sus cartas. No volví a saber nada de él hasta las pasadas Navidades.
-¿Escribió?
-No. Pero extendió un cheque por un valor de quince mil dólares en su cuenta bancaria. El director del banco es amigo mío, uno de mis mayores accionistas. Me
prometió que me avisaría si Bernie extendía un cheque. Bernie tiene ahí ingresados cincuenta mil dólares. Y jamás ha tocado un centavo de esa cantidad hasta las
pasadas Navidades. El cheque estaba a nombre de Aynsley, en Toronto...
-¿Aynsley?
Valancy se escuchó a sí misma diciendo esa palabra. En su tocador había un estuche con la marca Aynsley grabada en la tapa.
-Sí. Una enorme joyería situada allí. Tras haberlo pensado detenidamente, tomé una rápida decisión. Quería localizar a Bernie. Tenía una razón especial para hacerlo.
Ya era hora de renunciar a esa vida de vagabundeo y de entrar en razón. Cuando sacó esos quince mil dólares supe que algo ocurría. El director se puso en contacto con los
Aynsley, su esposa era una Aynsley, y averiguó que Bernard Redfern había comprado allí un collar de perlas. La dirección que proporcionó fue la siguiente:
«Apartado de correos 444, Port Lawrence, Muskoka, Ontario». Primero pensé en
escribirle. Después creí mejor esperar a que se abriese la temporada para el libre paso
de vehículos y venir yo mismo en persona. No soy de los que escriben. He venido en coche desde Montreal. Ayer fui a Port Lawrence. Hice algunas preguntas en la oficina
postal y me dijeron que no sabían nada sobre ningún Bernard Snaith Redfern, pero que había un Barney Snaith que tenía allí su apartado de correos. Me dijeron que
vivía en una isla por esta zona. Así que aquí estoy. ¿Y dónde está Bernie?
Valancy acariciaba su collar. Llevaba quince mil dólares alrededor de su cuello. Y ella había estado preocupada por temor a que Barney hubiese pagado quince dólares por él y no pudiese permitírselo.
De pronto se echó a reír en la cara del doctor
Redfern.
-Discúlpeme. Es tan... divertido -dijo la pobre Valancy.
-¿Verdad que sí? -repuso el doctor Redfern, captando la gracia... aunque no exactamente la misma que Valancy-. Bueno, usted parece una joven sensata y me
atrevería a decir que tiene mucha influencia sobre Bernie. ¿Es capaz de conseguir que
regrese a la civilización y que viva como el resto de la gente? Tengo una casa allá arriba. Grande como un castillo. Amueblada como un palacio. Quiero disfrutar de compañía en ella... de la esposa de Bernie... los hijos de Bernie.
-¿Se ha casado Ethel Traverse? -preguntó Valancy sin venir a cuento.
-Sí, que Dios la bendiga. Dos años después de que Bernie se marchase tan
precipitadamente. Pero ha enviudado. Está más bonita que nunca. Para serle sincero, esa era mi razón especial para querer encontrar a Bernie. Creí que quizás podrían solucionarlo; pero, como es natural, todo eso ya no tiene sentido. No importa. La
esposa que Bernie ha elegido es suficientemente buena para mí. Ahora es a mi
muchacho a quien quiero. ¿Cree que volverá pronto?
-No lo sé. Pero no creo que regrese antes de que anochezca. Quizá bastante tarde. Y puede que no lo haga hasta mañana. Pero puedo acomodarle aquí. Mañana sin falta estará de vuelta.
El doctor Redfern sacudió la cabeza.
-Demasiada humedad. No me arriesgaré con el reuma.
«¿Por qué sufrir esa incesante agonía? ¿Por qué no prueba el Linimento Redfern?», citó el duendecillo desde lo más profundo de la mente de Valancy.
-Debo regresar a Port Lawrence antes de que comience a llover. Henry se enfada muchísimo cuando el coche se mancha de barro. Pero regresaré mañana. Mientras tanto haga entrar a Bernie en razón. Estrechó su mano y le dio una palmadita amable en el hombro. Por un momento pareció que, de haber recibido un poco de aliento, le hubiese dado un beso... pero Valancy no le alentó. Tampoco es que le hubiese importado. Era bastante desagradable y pintoresco... y... y... desagradable. Pero había algo en él que le gustaba. Pensó con desaliento que quizás le habría gustado ser su nuera de no haber sido millonario. Pero habían pasado demasiadas cosas. Y Barney era su hijo... y heredero. Le llevó de vuelta en el bote a motor, y observó cómo se alejaba el distinguido
coche morado a través del boque; Henry iba al volante con aspecto de estar pensando que era mejor no pronunciarse. Entonces regresó al Castillo Azul. Lo que tenía que hacer debía hacerse rápido. Barney podía regresar en cualquier momento; e iba a llover sin lugar a dudas. Dio gracias por no volver a sentirse mal jamás. Cuando eres apaleada constantemente en la cabeza, de un modo natural y misericordioso te conviertes en una persona más o menos indiferente y estúpida. Permaneció inerte por un breve instante, junto a la chimenea, como una flor
desvaída que ha sido herida por la escarcha, mirando las cenizas blancas del último fuego que había ardido en el Castillo Azul.
-En cualquier caso -pensó agotada-, Barney no es pobre. Podrá permitirse pagar el divorcio sin ningún problema.

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