XXXI

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Llegó el otoño y finales de septiembre con sus gélidas noches. Se vieron obligados a renunciar a la veranda, pero solían encender un fuego en la gran chimenea y se sentaban ante él entre bromas y risas. Dejaban las puertas abiertas, y Banjo y Good Luck entraban y salían a su antojo. A veces tomaban asiento, profundamente indignados, sobre la alfombra de piel de oso, entre Valancy y Barney; en otras ocasiones, se escabullían hacia los misterios que escondía la noche helada en el exterior. Las estrellas ardían en las neblinas del horizonte atravesando el viejo mirador. El evocador y persistente canturreo de los pinos inundaba el aire. Si se levantaba el viento,
las pequeñas olas comenzaban a salpicar, suave y
quejumbrosamente, sobre las rocas que se hallaban situadas por debajo de ellos. No necesitaban más luz que la que proporcionaba el fuego; unas veces se elevaba con fuerza y les iluminaba, y otras les cubría de sombras. Cuando la brisa nocturna soplaba con más fuerza, Barney cerraba la puerta, encendía una lámpara y leía para ella... poesía, ensayos y crónicas improbables y espléndidas de antiguas guerras. Barney jamás leía novelas; aseguraba que le aburrían. Pero en ocasiones Valancy las leía para sí misma, acurrucada sobre las pieles de lobo, riendo en voz alta y en paz. Barney no era de esas personas molestas que no soportan escuchar cómo alguien se ríe de forma audible por alguna cosa sin preguntar plácidamente: «¿De qué te ríes?». Octubre, con un maravilloso desfile de color rodeando Mistawis. Valancy volcó su corazón en él. Jamás había soñado con algo tan hermoso. Una intensa y colorida tranquilidad. Cielos azules, racheados de viento. La luz del sol dormitando sobre la floresta de ese país de las hadas. Días de ensueño largos y floridos, remando perezosamente en su canoa junto a la costa y remontando ríos de color dorado y carmesí. Una luna llena adormecida. Tempestades embrujadas que arrancaban las hojas de los árboles y las apilaban a lo largo de la orilla. Sombras cimbreantes de nubes. ¿Qué podían ofrecer todas esas tierras opulentas y engreídas de ahí enfrente en comparación con esto? Noviembre, con el misterioso hechizo de sus árboles transformados; con puestas de sol encarnadas y brumosas resplandeciendo en un carmesí ahumado tras las colinas que se hallaban al oeste; con entrañables días en los que el austero bosque se mostraba hermoso y gentil, con una serenidad digna de manos entrelazadas y ojos cerrados; días bañados por una luz pálida y sutil que se cernía sobre el tardío dorado sin hojas de los juníperos y destellaba entre las hayas grises, iluminando laderas de musgo perenne e inundando las hileras de pinos; días en que un inmaculado cielo turquesa colgaba muy por encima de sus cabezas; días en los que una exquisita melancolía parecía flotar sobre el paisaje y soñar en torno al lago. 
Pero también había días en los cuales reinaba la oscuridad salvaje que acompaña a las grandes tormentas otoñales, seguidas por noches frías y húmedas en las que se escuchaban risas
hechiceras provenientes de los pinos y lamentos intermitentes entre los árboles de tierra firme. ¿Qué importancia podía tener todo esto para ellos? El viejo Tom había
construido un buen tejado, y su chimenea era seductora.
-Un fuego acogedor... libros... comodidad... a salvo de la tormenta... nuestros gatos sobre la alfombra. Luz de Luna -dijo Barney- ¿serías más feliz si tuvieses un
millón de dólares?
-No, ni la mitad de feliz; me aburrirían las obligaciones y convenciones.
Diciembre. Nevadas tempranas y Orión. Los tenues fulgores de la Vía Láctea.
Había llegado el verdadero invierno... el maravilloso, frío y rutilante invierno.
¡Cuánto había odiado siempre Valancy el invierno! Días breves, anodinos y aburridos. Noches largas, frías y solitarias. La prima Stickles y su espalda, que
requería ser frotada constantemente. La prima Stickles emitiendo extraños ruidos mientras hacía gárgaras por las mañanas. La prima Stickles quejándose por el precio del carbón. Su madre indagando, interrogando, ignorando. Resfriados interminables y bronquitis... o el temor a padecerla. El Linimento Redfern o las Pastillas Púrpuras.
Pero ahora adoraba el invierno. El invierno era hermoso en los arrabales... casi
insoportablemente hermoso. Días de intensa luminosidad. Atardeceres que eran como copas de glamour de la cosecha más pura de vino invernal. Noches con su fuego de estrellas. Amaneceres hibernales fríos y exquisitos. Encantadores helechos de hielo sobre todas las ventanas del Castillo Azul. El claro de luna sobre los abedules en un
deshielo plateado. Sombras desiguales en las tardes ventosas... sombras fantásticas,
rasgadas y retorcidas. Grandes silencios, solemnes e incisivos. Colinas salvajes y
engalanadas. El sol abriéndose paso repentinamente entre nubes grises sobre el
extenso y blanco Mistawis. Crepúsculos de un tono gris glacial, rotos por tormentas de nieve, en los que su acogedor salón parecía más confortable que nunca gracias a sus misteriosos gatos y los duendes creados por la luz del fuego. Cada hora ofrecía
nuevas maravillas y descubrimientos.
Barney puso a resguardo a Lady Jane dentro del granero de Abel el Aullador y enseñó a Valancy a usar las raquetas para la nieve... Valancy, quien tendría que haber guardado cama a causa de una bronquitis; pero ni siquiera cogió un resfriado. Más adelante, una vez hubo avanzado el invierno, Barney padeció uno espantoso y Valancy cuidó de él temiendo en el fuero interno que derivase en una neumonía. Pero
los resfriados de Valancy parecían haberse marchado adonde quiera que vayan las lunas viejas. Lo cual fue una suerte... ni siquiera tenía el Linimento Redfern.
Precavidamente había comprado un frasco en Port Lawrence, pero Barney lo había arrojado al helado Mistawis frunciendo el ceño.
-No vuelvas a traer aquí esas malditas cosas -le ordenó en pocas palabras.
Fuela primera y la última vez que le habló de modo tan severo.
Daban largas caminatas a través de la exquisita reticencia de los bosques
invernales y las junglas plateadas de árboles cubiertos de escarcha, encontrando belleza allá donde iban.
A veces parecían caminar a través de un mundo encantado de cristales y perlas, así de blancos y resplandecientes eran los claros, los lagos y el cielo. El aire era tan fresco y limpio que resultaba embriagador.
En una ocasión se detuvieron, vacilando en medio del éxtasis, ante la entrada de un sendero angosto situado entre hileras de abedules. Cada rama, grande o pequeña,
estaba delineada por la nieve. La maleza a lo largo de los costados formaba un pequeño bosque de hadas hecho de mármol. La apariencia de las sombras bajo la
pálida luz del sol se revelaba delicada y espiritual.
-Vamos a alejarnos -dijo Barney volviéndose-. No debemos cometer la
profanación de cruzar caminando por ahí.
Una tarde se adentraron hasta un lomo de nieve en un antiguo claro que poseía una similitud de lo más precisa con el perfil de una mujer hermosa. Si uno se acercaba demasiado, el parecido se perdía, a semejanza del cuento del Castillo de St.
John. Vista desde atrás, era una rareza sin forma. Pero bajo la distancia y ángulo apropiados el contorno era tan perfecto que, cuando se tropezaron con ella
inesperadamente, resplandeciendo contra el oscuro trasfondo que conformaban las
píceas bajo la intensidad de la puesta de sol invernal, ambos profirieron una
exclamación de asombro. Pudieron ver una frente noble y baja; una nariz clásica y recta; labios, barbilla y contorno de la mejilla modelados como si una diosa de
tiempos ancestrales se hubiese sentado y posado ante el escultor; y un pecho de una
pureza fría y prominente semejante a aquella de la que podría haber alardeado el mismísimo espíritu de los bosques invernales.
-Toda la belleza que las Antiguas Roma y Grecia cantaron, pintaron,
enseñaron -citó Barney.
-Y pensar que ningún ojo humano salvo los nuestros la han contemplado o
contemplarán -suspiró Valancy, quien en ocasiones albergaba la sensación de estar
viviendo en el interior de un libro de John Foster. Mientras miraba a su alrededor, recordó algunos pasajes que había señalado en el nuevo libro de Foster que Barney le había comprado en Port Lawrence... con el ruego de que no esperase que él lo escuchara o leyese.
Todos los colores de los bosques en invierno son extremadamente
delicados y escurridizos -recordó Valancy-. Cuando la breve tarde se
desvanece y el sol roza las cimas de las colinas, parece desplegarse sobre los bosques una abundancia, no, de color, sino del espíritu del color. Lo cierto es
que, después de todo, no es más que blancura inmaculada, pero uno alberga la impresión de estar admirando una armonía feérica de rosa y violeta, ópalo y
heliotropo, en los valles angostos y a lo largo de los recodos de la zona
boscosa. Uno está seguro de que el color está ahí, pero cuando se mira directamente se ha desvanecido. Por el rabillo del ojo es uno consciente de que acecha por allá en algún lugar donde hacía un momento no había nada salvo la pálida pureza. Solo cuando el sol se está poniendo se produce un
fugaz instante de color auténtico. Entonces el carmesí se derrama sobre la nieve y enrojece las colinas y los ríos, golpeando con provocación las cimas
de los pinos. Un pocos minutos de transformación y eclosión... y desaparece.
-Me pregunto si John Foster habrá pasado alguna vez el invierno en Mistawis
-dijo Valancy.
-Es poco probable -se burló Barney-. Las personas que escriben tonterías como esa normalmente lo hacen desde una acogedora casa situada en la presuntuosa
calle de alguna ciudad.
-Eres demasiado severo con John Foster -repuso Valancy muy seria-. Nadie podría haber escrito ese breve párrafo que te leí anoche sin haberlo visto antes...
sabes que no podría.
-No lo escuché -dijo Barney malhumorado-. Sabes que te dije que no lo haría.
-Entonces tienes que escucharlo ahora -insistió Valancy. Le hizo permanecer quieto sobre sus raquetas mientras lo repetía.
Es una artista excepcional, esta anciana Madre Naturaleza, que trabaja por el simple gusto de trabajar y en absoluto imbuida por el espíritu de la exposición vanidosa. Hoy los bosques de abetos son una sinfonía de verdes y
grises, tan imperceptibles que no sabrías decir dónde una sombra se convierte en la otra. Troncos grises, ramas verdes, musgo verde grisáceo sobre el suelo sombreado de gris y blanco. Y aun así a la vieja gitana no le gusta la
monotonía absoluta. Necesita una pizca de color. Lo veo. La rama rota y muerta de un abeto, de un precioso marrón rojizo, balanceándose entre las
barbas de musgo.
-Dios mío, ¿te aprendes todos los libros de ese tipo de memoria? -Fue la
disgustada reacción de Barney mientras se alejaba dando grandes zancadas.
-Los libros de John Foster han sido lo único que ha mantenido mi alma con vida durante estos últimos cinco años -afirmó Valancy-. Oh, Barney, mira esa exquisita filigrana de nieve en los surcos del tronco de ese viejo olmo.
Cuando desembocaron en el lago, cambiaron las raquetas por patines, y se
deslizaron hasta la casa. Sorprendentemente, Valancy había aprendido a patinar sobre el lago que se hallaba situado en la parte posterior de la escuela de Deerwood cuando era una pequeña estudiante. Jamás había poseído unos patines propios, pero algunas
de las otras niñas se los habían prestado y parecía tener un don natural para ello. El
tío Benjamin le había prometido en una ocasión un par de patines para Navidad, pero
cuando dichas fiestas llegaron le regaló unas sandalias de goma en su lugar. No había vuelto a patinar desde que se había hecho mayor, pero el viejo don regresó con
presteza, y gloriosas eran las horas que Barney y ella pasaban volando por encima de los blancos lagos y más allá de las islas sombrías donde las cabañas estivales
permanecían cerradas y silentes. Aquella noche patinaron sobre Mistawis con el viento a favor, con tal regocijo que sonrojó las mejillas de Valancy bajo su boina blanca. Y al final les esperaba su querida casita, en la isla de los pinos, con un
revestimiento de nieve sobre su tejado, centelleante bajo la luz de la luna. Las
ventanas brillaban con picardía arrojando destellos aislados.
-Ofrece el mismo aspecto que un libro de cuentos ilustrado, ¿verdad? -dijo
Barney.
Disfrutaron de una Navidad deliciosa. Sin prisas. Sin discusiones. Sin exasperantes intentos por sobrevivir hasta final de mes. Sin frenéticos esfuerzos por recordar si le había hecho el mismo tipo de regalo a la misma persona dos navidades
antes. Sin las multitudes en las compras realizadas a última hora. Sin deprimentes «reuniones» familiares donde tomaba asiento; muda e insignificante. Sin ataques de «nervios». Decoraron el Castillo Azul con ramas de pino; Valancy hizo pequeñas y
encantadoras estrellas de espumillón, y las colgó entre el follaje. Preparó una cena a la que Barney hizo completa justicia, mientras Good Luck y Banjo daban buena
cuenta de los huesos.
-Una tierra que puede producir un ganso como ese una tierra admirable -
aseguró Barney-. ¡Viva Canadá!
Y brindaron por la bandera de Gran Bretaña con una botella de vino de diente de león que la prima Georgiana le había regalado a Valancy junto con el cubrecama.
-Nunca se sabe -le había dicho la prima Georgiana solemnemente- cuando se puede necesitar un poco de estimulante.
Barney le había preguntado a Valancy qué quería como regalo de Navidad.
-Algo frívolo e innecesario -contestó Valancy, que la pasada Navidad había recibido un par de galochas, y el año anterior dos prendas interiores de lana de mangalarga.
Para su deleite, Barney le regaló un collar de abalorios de perlas. Valancy había querido una cadena de abalorios de perlas blanquecinas -como luz de luna
solidificada- toda su vida. Y estos eran preciosos. Lo único que le preocupaba era que parecían demasiado buenos. Debían haber costado mucho dinero... quince
dólares, por lo menos. ¿Podía Barney permitírselo? No sabía nada en absoluto sobre
el estado de sus finanzas. Valancy se había negado a permitirle que le comprase más ropa. Ya tenía la necesaria. En un frasco negro y redondo situado encima de la repisa de la chimenea, Barney metía dinero para los gastos domésticos... siempre el suficiente. El frasco jamás estaba vacío, aunque Valancy nunca le había visto
rellenarlo. No podía tener mucho, naturalmente, y ese collar... pero Valancy desechó su inquietud. Se lo pondría y lo disfrutaría. Era la primera cosa bonita que había tenido jamás.

El Castillo AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora