XXXIV

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Valancy vivió dos momentos maravillosos aquella primavera. Un día, de camino a casa a través del bosque con los brazos repletos de anémonas y ramas de píceas, se encontró con un hombre que supo debía tratarse de
Alian Tierney.
Alian Tierney, el célebre pintor de mujeres hermosas. Vivía en Nueva York durante el invierno, pero era propietario de una cabaña en una isla en el extremo norte de Mistawis a la que regresaba tan pronto desaparecía el hielo en el lago. Tenía fama de ser un hombre excéntrico y solitario, y jamás halagaba a sus modelos. No había necesidad de hacerlo, pues no pintaría a nadie que precisase de cumplidos.
Ser retratada por Alian Tierney era todo el caché de belleza que una mujer podría desear. Valancy había escuchado hablar tanto sobre él que no pudo evitar volver la cabeza para dirigirle otra mirada tímida y curiosa. Un pálido rayo de sol primaveral atravesó un enorme pino, iluminando a contraluz su cabello oscuro descubierto y sus ojos rasgados. Vestía un jersey verde claro y se había recogido el cabello con una cinta hecha con tallos de linnaea. La liviana fuente de píceas se desbordaba entre sus brazos y caía en torno suyo. La mirada de Alian Tierney se iluminó.
—He recibido una visita —dijo Barney la tarde siguiente, cuando Valancy regresó tras haber salido nuevamente en búsqueda de flores.
—¿Quién? —Valancy se mostró sorprendida pero indiferente. Comenzó a rellenar una cesta con anémonas.
—Alian Tierney. Quiere pintarte, Luz de Luna.
—¿A mí? —Valancy dejó caer su cesta y las anémonas—. Estás burlándote de mí,
Barney.
—Nada de eso. Tierney ha venido expresamente para decírmelo. Quería pedirme permiso para pintar a mi esposa… representando al Espíritu de Muskoka, o algo así.
—Pero… pero… —tartamudeó Valancy—. Alian Tierney solo pinta a… a…
—Mujeres hermosas —terminó Barney—. Concedido. Queda demostrado que la señora de Barney Snaith es una mujer bella.
—Tonterías —repuso Valancy, inclinándose para recoger sus flores—. Sabes que son tonterías, Barney. Sé que mi aspecto es mucho mejor que el de hace un año, pero no soy hermosa.
—Alian Tierney nunca se equivoca —dijo Barney—. Te olvidas, Luz de Luna, de que existen distintas clases de belleza. Tu imaginación está obsesionada por el ejemplo demasiado obvio de tu prima Olive. Oh, la he visto… es deslumbrante, pero Alian Tierney jamás querría pintarla. Usando una frase terrible pero muy expresiva, pone todo el género en el escaparate. Sin embargo, en tu subconsciente albergas la convicción de que nadie puede ser hermoso si no se parece a Olive. Además, tú recuerdas tu rostro tal y como era durante aquellos días en los que a tu alma no le
estaba permitido resplandecer a través suyo. Tierney ha dicho algo sobre la curvatura
de tu mejilla al mirar hacia atrás por encima de tu hombro. Sabes que te he dicho a menudo que provoca distracción. Y está loco por tus ojos. Si no estuviese complemente seguro de que hablaba solo de un modo profesional, lo cierto es que
es un viejo hosco solterón, ya sabes, estaría celoso.
—Bueno, no quiero que me pinte —dijo Valancy—. Espero que se lo hayas
dicho.
—No podía hacerlo. No sabía lo que tú deseabas. Pero sí le he dicho que no
quería que el retrato de mi esposa estuviese colgado en una galería para que la multitud lo contemplara. Perteneces a otro hombre, y obviamente no podría comprar el cuadro. De modo que aunque hubieses querido que te retratara, Luz de Luna, tu
tirano esposo no lo habría permitido. Tierney estaba un poco enfadado. No está
acostumbrado a ser rechazado de ese modo. Sus peticiones son casi como las de la realeza.
—Pero nosotros somos proscritos —rio Valancy—. No nos doblegamos ante ningún decreto… no reconocemos soberanía alguna.
En lo más profundo de su corazón pensó desvergonzadamente: «Ojalá Olive supiera que Alian Tierney quería pintarme. ¡A mí! La-insignificante-vieja-solterona-de-Valancy-Stirling».
Su segundo momento maravilloso tuvo lugar una noche de mayo. Se dio cuenta de que Barney realmente sentía afecto por ella. Siempre había albergado la esperanza
de que así fuera, pero a veces la invadía el ligero temor, desagradable y persistente, de que solo era amable, bueno y cariñoso porque sentía lástima; que sabiendo que no le quedaba mucho tiempo de vida estaba decidido a que fuese feliz durante el periodo
que le restaba, pero que en lo más profundo de su mente anhelaba volver a ser libre de nuevo, sin ninguna mujer intrusa en la fortaleza de su isla ni el parloteo incesante
durante sus paseos por el bosque. Sabía que él jamás podría amarla. Tampoco quería que lo hiciese. Si la amase, sería infeliz cuando ella muriese…, Valancy jamás se había encogido ante esta palabra. Para ella no existía la palabra «desaparecer». Y no
quería que Barney fuese desdichado en lo más mínimo. Pero tampoco quería que se alegrase… o se sintiese aliviado. Quería que sintiese afecto por ella y la echase de menos como a una buena amiga. Pero jamás hasta aquella noche había estado segura
de lo que él sentía.
Habían caminado por las colinas bajo la puesta de sol, deleitándose con el
descubrimiento de un manantial virgen una frondosa hondonada. Habían bebido juntos de él usando una taza hecha con madera de abedul. Se detuvieron junto a una
cerca vieja y desvencijada, y se sentaron sobre ella durante un largo rato. Apenas hablaron, pero Valancy experimentó una curiosa sensación de unidad. Sabía que no
podría haberle sentido así si Barney no la apreciase.
—Mi adorable criaturita —dijo Barney repentinamente—. ¡Oh, mi adorable criaturita! A veces siento que eres demasiado buena para ser real… que solo te estoy soñando.
«¿Por qué no puedo morirme ahora… en este mismo instante… cuando soy tan feliz?», pensó Valancy. Bien es cierto que no podía faltar mucho más. De algún modo, Valancy siempre había tenido la sensación de que viviría todo el año. El doctor Trent le había asignado ese lapso de tiempo, y ella no había tenido cuidado… jamás había intentado ser prudente. Pero, de alguna manera, siempre había contado con sobrevivir ese año. Tampoco se había permitido pensar en ello ni por un instante; pero ahora, sentada junto a Barney, con las manos entrelazadas, le asaltó una idea repentina. No había sufrido una crisis cardíaca desde hacía mucho tiempo… dos meses como mínimo. La última había tenido lugar dos o tres noches antes de que Barney estuviera a merced de la tormenta. Desde entonces había olvidado que tenía un corazón. Pues bien, sin duda presagiaba la proximidad del fin. La naturaleza había renunciado a luchar. No sufriría más dolor. «Me temo que el cielo será de lo más aburrido después de este último año —
pensó Valancy—. Pero tal vez uno no tenga recuerdos. ¿Sería eso… agradable? No, no. No quiero olvidar a Barney. Preferiría sentirme miserable en el cielo recordándole que feliz olvidándole. Y siempre rememoraré, durante toda la eternidad… que de verdad, realmente me apreciaba».

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