No se quedaban todos los días en la isla. Más de la mitad de ellos los pasaban deambulando a voluntad por la región encantada de Muskoka. Barney conocía los bosques como la palma de su mano y le transmitió a Valancy su sabiduría y experiencia. Siempre era capaz de localizar el rastro que le permitía hallar a los tímidos habitantes de la foresta. Valancy aprendió las distintas semejanzas feéricas de los musgos y el encanto y exquisitez de las flores del bosque.
Se instruyó en el reconocimiento de cada pájaro a primera vista y en imitar su canto, aunque jamás con la perfección de Barney. Se familiarizó con cada clase de árbol. Aprendió a remar una canoa igual de bien que el propio Barney. Se deleitaba permaneciendo fuera bajo la lluvia, y jamás cogió un resfriado. A veces se llevaban el almuerzo y recolectaban bayas fresas y arándanos.
Qué bonitos eran los arándanos, el delicado verde de los frutos que todavía no habían madurado, los rosas y escarlatas brillantes de los que estaban en mitad del proceso, ¡el azul brumoso de los que ya estaban plenamente maduros! Y Valancy descubrió el sabor real de la fresa en su perfección más absoluta. Cierta hondonada bañada por el sol se hallaba en las orillas del Mistawis, a lo largo de la cual crecían blancos abedules a un lado y calmas hileras inmutables de jóvenes píceas al otro. Altas hierbas se erguían desde las raíces de los abedules, meciéndose con la brisa, y humedeciéndose con el rocío de la mañana hasta bien entrada la tarde. Allí encontraban frutas del bosque que podrían haber honrado los banquetes de Lúculo, enormes y deliciosas dulzuras colgando como rubíes de largas cañas sonrosadas. Alzaban el tallo y las comían directamente de él, intactas y vírgenes, saboreando cada fruto con toda la naturaleza silvestre contenida en su interior. Cuando Valancy se llevaba a casa cualquiera de estas bayas, esa esencia escurridiza se desvanecía y se transformaban en vulgares frutos agrestes, como los que se pueden encontrar en un mercado… idóneos para ser utilizados en la cocina, pero sin el mismo sabor que habrían ofrecido de haberlos ingerido en su valle de abedules hasta que se hubiesen teñido los dedos de un rosado similar a los párpados de la aurora. O iban en busca de nenúfares. Barney sabía dónde encontrarlos en los arroyos y ensenadas del Mistawis. Entonces, y gracias a ellos, el Castillo Azul lucía espléndido con cada recipiente que Valancy podía decorar repleto de tales exquisiteces. Si no hallaban nenúfares se decantaban por lobelias escarlata, frescas y vividas recogidas en los pantanos del lago Mistawis, donde ardían como lazos candentes. A veces iban a pescar truchas en pequeños ríos sin nombre, o en riachuelos ocultos en cuyas orillas las náyades podrían haber asoleado sus miembros blancos y húmedos. En aquellas ocasiones todo cuanto llevaban consigo eran unas cuantas patatas crudas y sal. Asaban las patatas sobre una hoguera, y Barney le enseñaba a Valancy cómo cocinar la trucha envolviéndola en hojas, cubriendo estas con barro, y asándola en un lecho de brasas ardientes. Jamás ha existido una comida más deliciosa. Valancy tenía tal apetito que no era de extrañar que hubiera ganado peso.
O simplemente vagaban sin rumbo y exploraban a través de unos bosques que parecían aguardar siempre a que algo maravilloso tuviese lugar. Al menos esa era la
sensación que transmitían a Valancy: si uno bajaba por la siguiente hondonada, tras subir la próxima colina, lo averiguaría.
—No sabemos hacia dónde vamos, pero ¿acaso no es divertido ir sin más? — solía decir Barney.
Una o dos veces se vieron sorprendidos por la noche demasiado lejos del Castillo Azul como para regresar. Pero Barney construyó una aromática cama a base de
helechos y ramas de abeto, y durmieron apaciblemente sobre ella, bajo un techo de
vetustas píceas de las que colgaba musgo; mientras, por encima, se fusionaban la luz
de la luna y el murmullo de los pinos impidiendo discernir cuál era la luz y cuál el sonido.
Hubo días lluviosos, por supuesto, en los que Muskoka se transformó en una tierra verde y húmeda. Días en los que las lloviznas caían sobre Mistawis como pálidos fantasmas de lluvia y jamás se les ocurrió permanecer en casa a causa de ello.
Días en los que llovió a cántaros y se quedaron a resguardo. Entonces Barney se encerraba en el cuarto de Barba Azul, y Valancy leía o soñaba tendida sobre las pieles
de lobo con Good Luck ronroneando junto a ella, mientras Banjo les observaba con recelo desde su propio y peculiar acomodo.
Los domingos por la tarde remaban hasta algún punto de tierra firme y caminaban desde allí atravesando el bosque hasta la pequeña iglesia metodista libre. Sentía demasiada felicidad para ser domingo. A Valancy jamás antes le habían gustado los domingos.
Y siempre, domingos y días de diario, estaba con Barney. Nada más importaba.
¡Y qué estupenda compañía resultaba! ¡Qué comprensivo! ¡Qué divertido! ¡Era tan…
tan Barney! Eso lo resumía todo.
Valancy había sacado del banco cierta cantidad de los doscientos dólares que guardaba y la había gastado en ropa bonita. Tenía un pequeño chifón gris azulado que
siempre se ponía cuando pasaban las tardes en casa… gris azulado con destellos color plata. Fue tras empezar a usarlo cuando Barney comenzó a llamarla Luz de Luna.
—Luz de Luna y crepúsculo azul… eso es lo que pareces con ese vestido. Me gusta. Te define a la perfección. No eres lo que se dice bonita, pero tienes unos lunares adorables en la cara. Tus ojos. Y ese hueco que dan ganas de besar entre las
clavículas. Tienes las muñecas y los tobillos de una aristócrata. Esa cabecita tuya está
bellamente formada. Y cuando giras la cabeza y miras por encima del hombro vuelves loco a cualquiera… sobre todo en el crepúsculo o bajo la luz de la luna. Una
doncella élfica. Un duendecillo de la foresta. Perteneces a los bosques, Luz de Luna… jamás deberías abandonarlos. A pesar de tus ancestros, hay algo salvaje en ti, remoto e indómito. Y posees una voz bonita, dulce, ronca y cálida. Una voz preciosa para enamorar.
—Parece que has besado la piedra de la elocuencia
—se burló Valancy. Pero
saboreaba esos cumplidos durante semanas.
También tenía un bañador verde claro; una prenda que habría matado del susto a
su familia de habérselo visto puesto en alguna ocasión. Barney la enseñó a nadar. A veces se ponía su traje de baño cuando se levantaba y no se lo quitaba hasta que se volvía a acostar… zambulléndose en el agua siempre que le apetecía y secándose tumbada sobre las rocas calientes por el sol. Había olvidado todas las antiguas humillaciones a las que solía enfrentarse
durante la noche… las injusticias y las decepciones. Era como si todas ellas le hubiesen ocurrido a otra persona… no a ella, Valancy Snaith, quien siempre había sido feliz.
—Ahora entiendo lo que significa volver a nacer —le dijo a Barney. Holmes dice que la amargura «imprime el reverso» de las páginas de la vida; pero Valancy descubrió que la felicidad había inundado igualmente su pasado, anegando de color rosa toda su apagada existencia anterior. Le resultaba difícil creer que alguna vez se hubiera sentido sola, infeliz y asustada. «Cuando llegue la muerte, habré vivido —pensó Valancy—. Habré tenido mi hora
de felicidad». ¡Y su pila de polvo! Un día Valancy amontonó arena en la pequeña isla formando un enorme cono, y
clavó una pequeña y vistosa bandera británica en su cima.
—¿Qué estás celebrando? Barney quería saberlo.
—Solo estoy exorcizando un viejo demonio —le respondió Valancy.
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El Castillo Azul
RomanceLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...