—Nos sentaremos aquí —dijo Barney—, y si pensamos en algo que merezca la pena contar, hablaremos. De lo contrario, no será necesario. No piense que está obligada a hablar conmigo.
—John Foster asegura —citó Valancy— que si puedes sentarte en silencio con otra persona durante media hora sin sentirte molesto, entonces esa persona y tú podréis ser amigos. En caso contrario, nunca podrá existir tal amistad y no se debe perder el tiempo en intentarlo.
—Es evidente que John Foster dice cosas inteligentes de vez en cuando — reconoció Barney.
Se sentaron en silencio por un largo tiempo. Pequeños conejos brincaban a través
de la carretera. En un par de ocasiones un búho ululó encantadoramente. Ante ellos, el camino se extendía tapizado con las entrelazadas sombras de los árboles. A lo lejos, hacia el suroeste, el cielo se colmaba de pequeñas y ligeras nubes plateadas justo encima del lugar en que se ubicaba la isla de Barney.
Valancy era completamente feliz. Algunas cosas se nos hacen evidentes
lentamente. En otras ocasiones nos llegan como relámpagos. Valancy estaba bajo los efectos de un relámpago. Ella sabía ahora que estaba enamorada de Barney. La víspera estaba sola; y ahora le pertenecía a este hombre. No obstante, él no había hecho ni dicho nada. Ni siquiera la había mirado aún como mujer. Pero eso no tenía importancia. Tampoco la tenía lo que él hubiera sido en el pasado, o lo que hubiera hecho. Lo amaba incondicionalmente. Todo en ella se ofrecía por entero a él. No tenía deseo alguno de reprimir o renegar de ese amor. Sintió que le pertenecía tan absolutamente que, imaginarse lejos de él o pensar en algo ajeno a su persona, se le antojaba imposible. Comprendió simple y plenamente que le amaba cuando, apoyado en la puerta del coche, le explicó que Lady Jane se había quedado sin combustible. Ella le miró profundamente a los ojos, a la luz de la luna, y lo supo.
En ese infinitesimal espacio de tiempo todo había cambiado. El pasado quedó en el olvido; todo era nuevo. Ella misma ya no era la insignificante y solterona Valancy Stirling. Era una mujer llena de amor y, por consiguiente, valiosa y con un nuevo significado, legítimo en sí mismo. La vida ya no era vacía o inútil, y la muerte ya no podía robarle nada. El amor había desterrado sus últimos miedos.
¡El amor! Qué deliciosa tortura, abrasadora e insoportable, que se había apoderado de su cuerpo, su alma y su mente. Había algo en su corazón, tan fino y tan remoto, y tan puramente espiritual, como la pequeña chispa azul en el corazón de un diamante irrompible. Ningún sueño se había parecido jamás a esta realidad. Ya no estaría sola nunca más; ahora formaba parte de una vasta hermandad, la hermandad de todas las mujeres que habían amado alguna vez.
Barney ni siquiera necesitaba saberlo, aunque no le hubiera molestado en
absoluto que lo supiera. Ella lo sabía y eso suponía una gran diferencia. ¡Amar!
Ella no pedía ser amada a cambio. Era ya para ella un gran placer estar sentada junto a él en silencio, a solas en aquella noche estival iluminada por el blanco esplendor del claro de luna, con el viento soplando sobre ellos al borde del bosque de pinos.
Ella siempre había envidiado al viento. Tan libre. Soplando cuando lo deseaba. Por entre
las colinas y sobre los lagos. ¡Qué perfume! ¡Qué melodía! ¡Qué mágica aventura!
Valancy sentía como si hubiera intercambiado su alma gastada por una nueva, recién fraguada en el taller de los dioses. La vida le había parecido hasta ahora aburrida,
monótona e insípida. Pero había llegado a una pequeña alfombra de violetas púrpuras y fragantes presta a ofrecérsele. No importaba quién era o qué había sido Barney en el pasado, no importaba quién o qué pudiera ser en el futuro; nadie
más podría gozar de aquella hora perfecta. Y la joven se entregó por entero al encanto
del momento.
—¿Alguna vez ha soñado que viaja en globo? —preguntó Barney.
—No —respondió Valancy.
—Yo sí. A menudo sueño que viajo a través de las nubes… para presenciar los encantos de la puesta de sol… pasar horas en mitad de una terrible tormenta con
relámpagos zigzagueando por encima y por debajo de mi cabeza… para tocar una
nube de plata bajo la luna llena… ¡Fascinante!
—Sí, parece maravilloso —dijo Valancy—. Yo siempre me quedo en la tierra, en mis sueños.
Ella le habló de su Castillo Azul. Era tan fácil confesarle sus cosas a Barney Snaith. Uno sentía que él podía entenderlo todo, incluso aquello que quedaba por
decir. Entonces, ella le habló de su vida antes de llegar a casa de Abel el Aullador.
Quería que entendiera por qué había ido a bailar a los arrabales.
—Ya ve, no sé mucho acerca de la vida —dijo ella—. Apenas acabo de comenzar a respirar. Todas las puertas han estado siempre cerradas para mí.
—Pero aún es joven —dijo Barney.
—Oh, lo sé. Sí, todavía soy joven, pero eso es muy diferente a ser simplemente joven…—respondió Valancy amargamente. Por un momento se sintió tentada a confesarle a Barney que la edad no tenía nada que ver con su imposibilidad de tener
futuro; pero no lo hizo. No quería pensar en la muerte aquella noche.
—… Aunque nunca he sido realmente joven —siguió ella—… «hasta esta
noche» —añadió en su interior—. Nunca tuve una vida similar a la del resto de las chicas. Usted no podría entenderlo. Por ejemplo —deseaba desesperadamente que
Barney conociera lo peor de ella— ni siquiera he querido a mi madre. ¿No es horrible que no haya querido a mi madre?
—Bastante horrible… para ella —dijo Barney fríamente.
—Oh, ella no lo sabía. Daba mi amor por sentado. Yo no era de utilidad ni consuelo para ella ni para nadie. Solo era un… un… vegetal. Y me cansé de serlo. Y
por esa razón vine a cuidar a Cissy y a ocuparme de la casa del señor Gay.
—Y supongo que todas las personas de su entorno pensarán que se ha vuelto loca.
—Lo pensaron… y continúan pensándolo… literalmente —dijo Valancy—. Pero
es un consuelo para ellos. Prefieren pensar que estoy loca a que soy malvada. No hay
alternativa. Pero desde que llegué a la casa del señor Gay, estoy viva. Ha sido una experiencia maravillosa. Imagino que voy a pagar caro todo esto cuando regrese…
pero al menos habré conocido la felicidad.
—Eso es cierto —dijo Barney—. Si se compra la propia experiencia, nos
pertenece. Por tanto, no importa la cantidad pagada por ella. La experiencia del
prójimo no podemos asimilarla como nuestra. Bien, ¡qué curioso y viejo mundo!
—¿De verdad piensa que ya es viejo? —preguntó Valancy entre sueños—. Nunca pensaría tal cosa en pleno junio. Parece tan joven esta noche, en cierto modo. Con esa
trémula luz de luna… como una joven pálida… a la espera.
—En esta región, en la linde del bosque, la luz de la luna es muy diferente de la luz de la luna de cualquier otro lugar —asintió Barney—. Siempre me hace sentir
muy limpio, de algún modo… En cuerpo y alma purificado. Y, por supuesto, la edad
de oro siempre vuelve con la primavera.
Eran las diez ahora. Una nube con forma de dragón negro cubrió la luna. El aire primaveral se tornó fresco. Valancy se estremeció. Barney volvió de nuevo a las
entrañas de Lady Jane y rebuscando sacó un viejo abrigo que olía a tabaco.
—Cúbrase con esto —ordenó.
—¿No quiere ponérselo usted mismo? —protestó Valancy.
—No. No es cuestión de que coja un resfriado por mi culpa.
—Oh, no me resfriaré. No he cogido un resfriado desde que llegué a casa del señor Gay. Es curioso, antes siempre me resfriaba. Me siento egoísta si me pongo su
abrigo.
—Ha estornudado tres veces. No hace falta añadir una gripe o una neumonía a su
«experiencia».
Barney levantó el cuello del abrigo para cubrir bien la garganta de Valancy y lo abotonó.
La joven se sometió a esta operación con un deleite secreto. ¡Qué agradable resultaba tener a alguien que cuidara de una de aquella manera! Se acurrucó entre los
pliegues con olor a tabaco y deseó que la noche no terminara nunca.
Diez minutos más tarde, un coche que venía por la carretera de los arrabales
descendió a toda velocidad hacia ellos. Barney salió del coche y agitó su mano.
Valancy pudo ver al tío Wellington y a su prima Olive mirándola horrorizados.
¡De modo que el tío Wellington se había comprado el coche finalmente! Y debía
haber pasado la tarde en Mistawis con el primo Herbert.
Valancy casi se echó a reír a carcajadas al ver la expresión de sus rostros al reconocerla. ¡Menudo viejo embustero
—¿Podría dejarme combustible para llegar a Deerwood? —preguntó Barney muy
cortésmente.
Pero el tío Wellington no le hizo el menor caso.
—Valancy, ¿cómo has llegado aquí? —preguntó severamente.
—Por casualidad o por la gracia de Dios —respondió Valancy.
—¡Con este ex presidiario… a las diez de la noche! —exclamó el tío Wellington.
Valancy se volvió hacia Barney. La luna había escapado de su dragón, y en esa claridad, sus ojos aparecían colmados de diabluras.
—¿Es usted un ex convicto?
—¿Es eso importante? —preguntó Barney con un brillo de regocijo en su mirada.
—No lo es para mí. Solo lo he preguntado por curiosidad —continuó Valancy.
—Entonces no responderé. Nunca satisfago la curiosidad.
Luego se volvió hacia el tío Wellington y su tono de voz cambió sutilmente.
—Señor Stirling, le he preguntado si podía dejarme un poco de combustible. Si
pudiera, tanto mejor. Si no pudiera, le estamos retrasando innecesariamente.
El tío Wellington estaba inmerso en un dilema horrible. ¡Dejar gasolina a este par de desvergonzados!… ¡O no dejársela! Pero irse y dejarlos allí en el bosque Mistawis probablemente hasta que amaneciera… Tal vez era mejor dejarles la gasolina y que se
fueran antes de que nadie más los viera.
—¿Tiene un recipiente para gasolina? —gruñó groseramente.
Barney sacó una lata de dos galones del coche. Los dos hombres se alejaron hacia la parte trasera del vehículo Stirling y comenzaron a manipular la válvula. Valancy lanzó sutiles miradas furtivas a Olive por encima del cuello del abrigo de Barney.
Su prima estaba sentada formalmente mirando al frente con expresión indignada. No es que no quisiera reparar en Valancy. Olive tenía sus propias razones secretas para sentirse indignada. Cecil la había visitado recientemente en Deerwood y, como es
lógico, había tenido noticias de lo ocurrido con Valancy. Estuvo de acuerdo en que su
mente se había trastornado y se mostró sumamente ansioso por saber de quién había
heredado semejante desarreglo.
Era una cosa muy seria para tenerla en la familia; una cosa muy seria. Había que pensar en sus descendientes.
—Le viene por la vía de los Wansbarra —había afirmado Olive positivamente—.
Nada que ver con los Stirling… ¡Absolutamente nada!
—Eso espero, eso espero —había respondido Cecil dubitativo—. Pero… irse a trabajar como criada… ¡Porque a eso es a lo que equivale en la práctica tu prima!
La pobre Olive pudo prever entonces las consecuencias de la locura de Valancy.
Los solteros cotizados de Port Lawrence no tenían la costumbre de unirse con familias en las que alguno de sus miembros estaba «marcado».
Valancy no pudo resistir la tentación. Se inclinó hacia adelante.
—Olive, ¿te molesta algo?
Olive se mordió los labios sin dejar de estar rígida.
—¿Qué es lo que te molesta?
—Verte así. Por un momento Olive resolvió que no se ocuparía más de Valancy. Pero su fuerte
sentido del deber resurgió de nuevo. No debía perder la oportunidad.
—Doss —imploró echándose también hacia adelante—, ¿no quieres volver a casa… volver a casa esta misma noche?
Valancy bostezó.
—Suenas como alguien que predica para la renovación de la fe —dijo—. En realidad, eso es lo que parece.
—Si regresaras…
—Todo me será perdonado.
—Sí —dijo Olive ansiosamente. ¿No sería espléndido que ella pudiera conducir a
la hija pródiga de vuelta a casa?—. Nunca te haremos reproche alguno. Doss, hay noches que no puedo dormir pensando en ti.
—Estoy disfrutando del mejor momento de mi vida —dijo Valancy, sonriendo.
—Doss, no puedo creer que seas mala. Siempre he dicho que no podías ser mala…
—En efecto, no creo que pueda serlo —dijo Valancy—. Temo ser
irremediablemente decorosa. He estado aquí sentada durante tres horas con Barney Snaith y ni siquiera ha intentado besarme. Y no me habría molestado en absoluto que lo hubiera hecho, Olive.
Valancy aún estaba inclinada hacia adelante. Su pequeño sombrero adornado con una rosa carmesí caía sobre uno de sus ojos.
Olive la escrutó. Esa sonrisa de Valancy… ¿Qué le había pasado a Valancy? Se la veía… no bonita. Doss no podía ser bonita… Pero provocativa, fascinante… sí, terriblemente fascinante. Olive se echó hacia atrás. Hubiera sido indigno de ella añadir una palabra.
Valancy debía ser malvada y estar loca al mismo tiempo, después de todo.
—Gracias… eso será suficiente —dijo Barney detrás del coche—. Muy
agradecido, señor Stirling. Dos galones, setenta centavos. Gracias. El tío Wellington subió torpe y lánguidamente en su coche. Quería decirle a
Snaith lo que pensaba, pero no se atrevió. ¿Quién sabía lo que ese hombre podría hacer si le provocaban? No había duda de que llevaba armas de fuego.
El tío Wellington miró indeciso a Valancy. Pero ella ya le había dado la espalda y toda su atención se centraba en Barney, que vertía la gasolina en las fauces de Lady Jane.
—Siga adelante, padre —dijo Olive con decisión—. No servirá de nada esperar aquí. Le diré lo que me ha dicho Valancy. —¡Pequeña libertina! ¡Pequeña desvergonzada! —dijo el tío Wellington.
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El Castillo Azul
RomanceLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...