Durante las semanas que siguieron, en casa de los Stirling recordaban las bodas de plata del tío Herbert y de la tía Alberta de un modo delicado como «el momento en que comenzaron a notar que la pobre Valancy estaba… un poco… ¿usted me entiende?».
Por nada del mundo los miembros de la familia Stirling habrían dicho y repetido que Valancy se estaba volviendo ligeramente loca o incluso que su cabeza estaba levemente perturbada.
Incluso consideraron que el tío Benjamin había ido demasiado lejos cuando exclamó:
«Está chiflada… os digo que está chiflada», pero fue excusado por la extraña conducta de Valancy durante la cena de celebración del mencionado aniversario. La señora Frederick y la prima Stickles habían advertido ciertos cambios durante las horas previas a la cena, cambios que les incomodaban desde incluso antes de aquella velada.
Todo comenzó con el incidente del rosal, ciertamente, tras el cual Valancy nunca volvió a comportarse juiciosamente. No parecía preocuparse lo más mínimo por el hecho de que su madre no le dirigiera la palabra. Nadie podría imaginar que no fue consciente de ello en modo alguno. Se había negado categóricamente a tomar tanto las Pastillas Púrpuras como las Píldoras Amargas Redfern.
Había anunciado fríamente que no tenía intención alguna de seguir respondiendo al nombre de Doss.
Le había expresado a la prima Stickles que renunciaba a ponerse el broche que portaba en su interior un mechón de cabello de la prima Artemas Stickles.
Había trasladado su cama al otro extremo de su habitación.
Había leído Magic of Wings el domingo por la tarde. Y cuando la prima Stickles la reprendió, Valancy le respondió con indiferencia:
«Oh, había olvidado que era domingo», y continuó leyendo. La prima Stickles había visto una cosa terrible: había sorprendido a Valancy
deslizándose por la barandilla de la escalera. La prima Stickles no se lo comentó a la señora Frederick pues la pobre Amelia ya estaba bastante preocupada; pero cuando Valancy anunció la tarde del sábado que no asistiría más a la iglesia anglicana, la señora Frederick abandonó su silencio.
—¿Que no vas a volver a la iglesia? Doss, ¿es que te has vuelto
completamente…?
—¡Oh! Sí iré a la iglesia —dijo Valancy alegremente—. Pero a partir de ahora iré a la iglesia presbiteriana. Nunca más a la iglesia anglicana.
Eso era aún peor. Al descubrir que su excesiva majestuosidad no producía en la joven efecto alguno, la señora Frederick recurrió a las lágrimas.
—¿Qué tienes contra la iglesia anglicana? —preguntó sollozando.
—Nada, solo el hecho de que usted me ha obligado a ir allí toda mi vida. Si usted me hubiera impuesto frecuentar la iglesia presbiteriana, ahora elegiría la iglesia
anglicana.
—¿Crees que es bonito decirle algo así a tu madre? Oh, qué cierto es el dicho de que la ingratitud de un hijo es peor que la mordedura de una serpiente.
—¿Cree que es bonito decirle algo así a su hija? —replicó Valancy impenitente.
Así pues, el comportamiento de Valancy durante las bodas de plata no sorprendió tanto a la señora Frederick y a la prima Stickles como al resto del clan. Al principio pensaron que era mejor que no asistiera, pero llegaron a la conclusión de que su
ausencia desataría los rumores. Tal vez sabría comportarse y, hasta el momento, nadie había sospechado nada extraño en ella. Por una afortunada bendición de la Providencia había llovido a cántaros la mañana del domingo, y de ese modo Valancy
no pudo llevar a cabo su terrible amenaza de asistir a la iglesia presbiteriana.
A Valancy no le habría importado lo más mínimo que la hubieran dejado en casa.
Aquellas celebraciones familiares eran irremediablemente aburridas; y los Stirling
celebraban absolutamente todo. Era una antigua tradición; e incluso la señora
Frederick daba una cena por su aniversario de boda y la prima Stickles invitaba a sus amigos a cenar el día de su cumpleaños. Valancy detestaba aquellas diversiones porque las obligaban a ahorrar e ingeniárselas durante semanas para pagar los
festejos. Pero quería asistir a las bodas de plata. El tío Herbert se disgustaría si no lo
hacía y ella quería mucho al tío Herbert. Además, ansiaba contemplar a su familia
con una perspectiva nueva. Y aquella sería una excelente ocasión para hacer pública
su declaración de independencia si la ocasión lo propiciaba.
—Te pondrás tu vestido de seda marrón —dijo la señora Stirling.
¡Como si tuviera algo más que ponerse! Valancy solo tenía un vestido para las grandes ocasiones —el vestido de seda marrón claro que le había regalado la tía
Isabel—. La tía Isabel había decretado que Valancy no debía vestirse jamás de colores. A su entender no le sentaban bien.
Cuando era más joven se le permitía vestir
de blanco, pero tal cosa había sido tácitamente descartada desde hacía años. Valancy se puso su vestido de seda marrón. Era de manga larga y cuello alto. Jamás había
tenido un vestido escotado y de manga corta aunque estuviera de moda —incluso en
Deerwood— desde hacía más de un año. No se peinó a la Pompadour en aquella ocasión.
Se hizo un moño bajo, dejando algunos mechones por encima de las orejas. Consideró que le quedaba bien a pesar de que el moño era ridículamente pequeño. La señora Frederick se sintió contrariada por aquel nuevo peinado pero concluyó que era
más inteligente no decir cosa alguna en la víspera de la fiesta. Era imprescindible mantener el buen humor de Valancy, si es que tal cosa era posible, hasta que todo hubiera terminado. La señora Frederick no reparó en que era la primera vez en su vida que tomaba en consideración el humor de Valancy, ya que la Joven jamás había
tenido un comportamiento tan extraño hasta entonces.
De camino a casa del tío Herbert —la señora Frederick y la prima Stickles iban delante y Valancy trotando dulcemente detrás de ellas—, Abel el Aullador pasó junto a ellas. Estaba ebrio, como de costumbre, pero no hasta el punto de ponerse a aullar.
Aunque sí lo bastante como para resultar excesivamente educado. Alzó su vieja y piojosa gorra escocesa con la actitud de un monarca saludando a sus súbditos y las gratificó con una gran reverencia.
La señora Frederick y la prima Stickles no osaron
disgustar a Abel el Aullador. Era la única persona de Deerwood a quien se le podían confiar pequeños trabajos de carpintería o a quien recurrir en caso de precisar alguna
reparación urgente, y por tanto, era preferible no ofenderle. Simplemente
respondieron con una rígida y ligera inclinación de cabeza. Era necesario poner a Abel el Aullador en su lugar.
Valancy, a sus espaldas, hizo algo que afortunadamente no pudieron ver. Le
sonrió alegremente mientras agitaba la mano. ¿Por qué no? Siempre le había gustado
aquel viejo pecador. Era tan divertidamente depravado, tan pintoresco y
desvergonzado, que resaltaba entre la monótona respetabilidad de Deerwood y sus
buenas costumbres, como abanderado de la rebeldía y la protesta. Apenas un par de
noches antes de aquel encuentro, Abel había recorrido Deerwood lanzando juramentos a diestro y siniestro con aquella voz estridente que podía escucharse en
varios kilómetros a la redonda. A continuación, había azotado a su caballo a un endiablado galope en el momento en que atravesaba a toda velocidad Elm Street, tan
digna y estirada.
—Gritaba y blasfemaba como un demonio —dijo espantada la prima Stickles durante el desayuno.
—No puedo comprender cómo el juicio de Dios aún no ha caído sobre ese
hombre —respondió la señora Frederick con petulancia, como si pensara que la Providencia era demasiado lenta y creyera conveniente un suave recordatorio para el cumplimiento de sus deberes.
—Algún día le encontrarán muerto; acabará bajo los cascos de su caballo y le
coceará hasta la muerte —dijo la prima Stickles de un modo reconfortante.
Valancy no pronunció palabra, por supuesto, pero se preguntó si los periódicos excesos de Abel el Aullador no serían su particular modo de protestar contra la pobreza, el arduo trabajo y la monotonía de su existencia. Ella soñaba con su Castillo Azul. Pero Abel el Aullador carecía de imaginación y, no pudiendo imaginar tal cosa, escapaba de la realidad con aquellos gestos concretos. De modo que ella le saludó
con la mano aquella tarde con un repentino sentimiento de fraternidad y Abel el
Aullador, no lo bastante ebrio como para no sorprenderse, estuvo a punto de caerse de la silla.
Para entonces habían llegado a Maple Avenue y a la residencia del tío Herbert, una inmensa y pretenciosa edificación salpicada de ventanales inútiles y protuberantes porches.
Una casa que siempre había tenido la apariencia de un
próspero hombre estúpido, vanidoso y con verrugas en la cara.
—Una casa como esta —dijo Valancy solemnemente— es una blasfemia.
La señora Frederick se estremeció en lo más profundo de su alma. ¿Qué había dicho Valancy? ¿Era una profanación? ¿O simplemente una extravagancia? Con las manos temblorosas, la señora Frederick se quitó el sombrero en la habitación de invitados de la tía Alberta, e hizo un nuevo y tímido intento por evitar el desastre. Retuvo en el rellano a Valancy mientras la prima Stickles descendía la escalera.
—¿Vas a intentar recordar que eres una dama? —suplicó.
—Oh, si solo existiera una mínima esperanza de que pudiera olvidarlo… — respondió Valancy displicente.
La señora Frederick pensó que no merecía semejante castigo de la Providencia.

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El Castillo Azul
RomanceLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...